l año 2017 es de festejos: centenario de Juan Rulfo y de Augusto Roa Bastos; 50 años de Cien años de soledad y de Morirás lejos, éste, de nuestro querido José Emilio. En Argentina, estudiantes, académicos y universitarios juegan a la rayuela, se enamoran de la Maga y se reúnen en torno a La vuelta al día en 80 mundos, de Cortázar, con motivo de su medio siglo.
En 1954, Carlos Fuentes me dio una tarjeta suya para Julio Cortázar, quien vivía en París. La tarjeta era tan cariñosa que con tal de no entregársela a Julio dejé de entrevistarlo. Lo hice años más tarde en México, con Margarita García Flores en la editorial Siglo XXI, de Arnaldo Orfila Reynal, su amigo y editor. Y en el hotel Del Prado, cuando Córtazar era paladín de las revoluciones de Cuba, a la que llamaba caimancito
y le rascaba la cabeza y la de Nicaragua con los horribles Ortega (Daniel y Rosario) que siguen en el poder.
Miembro del Tribunal Russell –reunido en México–, Julio fue jurado de los crímenes cometidos en Chile por Pinochet. El jurado sesionaba en el salón de los candiles del hotel que desapareció con el terremoto de 1985. Ahí escuché por primera vez a Isabel, la viuda de Orlando Letelier, quien nos hizo llorar al informarnos del asesinato de su marido. A Orlando, secretario de Relaciones Exteriores de Allende, lo mataron en Washington el 21 de septiembre de 1976, con una bomba activada a control remoto y colocada debajo de su coche.
Cortázar era miembro activo de Amnistía Internacional, asociaciones de derechos humanos, frentes democráticos de defensa del pueblo, frentes de liberación nacional y otras causas revolucionarias de los pueblos de Centroamérica y de América Latina, como El Salvador, Nicaragua, Cuba. Ya para entonces los críticos habían declarado que Rayuela era a América Latina lo que el Ulises de Joyce a Europa, y la figura tierna y entrañable de Cortázar se había convertido en personaje central de nuestra cultura. Ya para entonces, Carlos Fuentes decía que Cortázar era el único hombre sobre la tierra que había encontrado la fuente de la eterna juventud, que rejuvenecía cada noche al poner su cabeza sobre la almohada. Es cierto, Julio dormía en paz consigo mismo. Sus ojos muy separados lo hacían ver mejor y más lejos que nosotros. La muerte de Carol Dunlop, su tercera mujer –30 años menor que él–, aceleró la de Julio, quien murió de leucemia en el hospital Saint Lazare, a los 69 años, después de 10 días de cama. La extrañaba demasiado. Su último libro: Los autonautas de la cosmopista lo escribió con ella, y cuando los vi en París, asoleados y felices, estaban a punto de emprender su viaje en una camper que en la noche estacionarían para descansar a lo largo del camino. La tienda de campaña, los garrafones de agua, las bolsas de plástico, aguardaban en el corredor de su casa en París.
Carol, autora de Mélanie dans le miroir, era fotógrafa y había nacido en Estados Unidos, pero curiosamente se había nacionalizado canadiense. Aunque Cortázar se casó antes con Aurora Bernardez y con Ugné Karvelis, el amor que le dio mayor felicidad era el de esta joven de pelo cortado a la Jean Seberg: Carol Dunlop. Julio la sobrevivió dos años, pero daba la clara sensación de que ya había acabado de estar: quería irse con ella.
François Miterrand le dio la nacionalidad francesa en 1981 a ese argentino nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914, alto, flaco y desgarbado, para quien no había abrigo suficientemente largo ni zapatos suficientemente grandes, que amaba el jazz, y a quien los jóvenes de Francia y de América Latina convirtieron en ídolo, así como habrían de canonizarlo los revolucionarios de los años 50 y 60.
Nicaragua tan violentamente dulce y otros libros acerca del proceso revolucionario y las amenazas permanentes en contra de nuestros países de América Latina habrían de ser los temas cercanos a su corazón.
También lo entrevisté con Carol Dunlop en París, en su departamento, en la 9 Place du General Beuret. El hechizo de esa tarde en estado de gracia aún perdura y es uno de mis mejores recuerdos. En México, en un corredor del hotel Del Prado, donde lo acompañaba a tomar un café, un señor calvo se le acercó para preguntarle: ¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?
Julio se inclinó –porque siempre tenía que inclinarse sobre sus interlocutores: No sé nada de él. Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?
Lo que me llevó a preguntarle qué tenía él que ver con Sandrini:
—Nada. Por lo visto, México está lleno de cronopios (ríe). Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo una señora que me persiguió para felicitarme sudorosa y efusiva: “¡Me encantan sus cuentos, me fascinan, y a mi hijo también. ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry El Aceitoso?” Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado de escribir un cuento con Harry El Aceitoso.
–¿Y en que otras tentaciones caes?
Ríe y sus dientes (los dos de en frente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche, como los de Diego Rivera. Si lo pienso bien, todo Julio es alimenticio, tan bueno que calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda distancia de nadie, nada hay en él de vedete, jamás se burla de sus interlocutores, asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.
–¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Esas interesan muchísimo a todas tus enamoradas, que son legiones en México!
–Los recuerdos de la infancia y de la adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño. Fui enfermizo y tímido, con vocación para lo mágico y lo excepcional, que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela, más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás. Lo cuento en La vuelta al día en 80 mundos.
–¿Tu infancia fue cruel?
–No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros que no aceptaban mi visión del mundo sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
–¿No te dio seguridad ser alto?
–No, porque se burlan de los altos.
–Yo creía que ser alto daba mucha seguridad…
–Pues estás equivocada –se anima–. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido. Este cuento, Los venenos, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban, por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.
–Tú siempre describes niños y adolescentes entrañables, pero sobre todo sufrientes.
–De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños. No he tenido hijos, pero amo profundamente a los pequeños. Creo que soy muy infantil en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena. Los que sí no me gustan nada son los bebés, no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
–Creo que los niños de tus cuentos conmueven porque son auténticos.
–Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que quiero mucho es el de La señorita Cora, la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18 o de 20 eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. La señorita Cora es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad; en fin, una situación arquetípica.
–¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
–Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; siento gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.
–Y de esa fijación tuya en la infancia han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes, las pajaritas de papel, la rayuela pintada con gis blanco sobre el asfalto…
–Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como me fascinaron las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse ilustrado lo olía, tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara y preguntaba: ¿Qué le encuentras a un diccionario?
Mi madre fue una gente muy imaginativa, con una cierta visión del mundo. No era muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos un juego: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias. Esto sucedía en Banfield. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes. En mi casa había una biblioteca y una cultura.
–¿Medianita?
–Si tú quieres, mediana, sí. Mis amigos eran hijos de obreros, gente muy pobre.
–¿Tú crees que haber vivido entre hijos de obreros y pobres influyó en que ahora te preocupes por los problemas de miseria en América Latina y formes parte del tribunal que juzga los crímenes de guerra de la junta militar en Chile, por ejemplo?
–No creo que haya influido de manera directa, pero creo que fue una fortuna subliminal vivir una infancia pobre con niños pobres, porque después entré a una clase pequeño-burguesa muy definida.
–¿Por qué dices que fue una fortuna subliminal vivir entre pobres?
–Porque esto me marcó definitivamente para bien.
–¿Cómo escritor?
–También, porque, ¿cuál es el problema que se refleja en muchos escritores latinoamericanos? No me gusta citar nombres, y no lo acostumbro, pero Eduardo Mallea, por ejemplo, no tuvo contacto directo con su pueblo y cuando hace hablar a sus personajes populares su visión es artificial y demuestra que ignora totalmente la manera de vivir de esa gente. Es un ejemplo parcial, pero así como Mallea hay muchos escritores latinoamericanos cuya primera educación no les ayudó a entender mejor cosas que más tarde se les escapan definitivamente.
–¿La realidad de su país?
–Sí. Creo que mucho de mi conocimiento de la realidad de América Latina, su rebelión y su desamparo, se la debo a mis amigos hijos de obreros…
La entrevista fue larga y se reanudó la última vez en el departamento de su amigo David Waskman, en la avenida Ámsterdam de la Ciudad de México. Recuerdo una cena en el restaurante Bellinghausen, con Octavio Paz, un encuentro en Coyoacán con Bárbara Jacobs, Tito Monterroso, Guillermo Schavelzon, editor de Cortázar; recuerdo una conversación entre Italo Calvino y él, ambos cálidos y deslumbrantes; recuerdo cómo Beatriz Ballina le tendía una edición de Rayuela desvencijada y él le decía: Da gusto firmar un libro tan leído
. Ahora sé que el compromiso político y el arte narrativo de Julio Cortázar eran parte de su vida, así como la altura y la sonrisa formaban su aspecto físico. Nunca se mostró distante, nunca hubo una barrera entre él y sus lectores, al contrario, respondió todas las cartas y repartió todos los abrazos que todavía hoy sentimos como un apoyo inmerecido.