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Lengua pura y pura lengua Elisa Ramírez Castañeda A pesar de su fama y grandeza, la literatura en lenguas indígenas –visible sobre todo en celebraciones y homenajes a la lengua, la raza y la resistencia–, es algo relativamente reciente como fenómeno cultural. Se trata de un género específico: diverso, profuso, alentador; se recrea y prospera como planta bien regada, bien injertada, arraigada en la tierra misma. Pero sus frutos viajan ahora fuera del terruño: se exportan a festivales internacionales y se traducen para demostrar la apertura y diversidad de nuestra literatura. Tras las letras se escucha aún la voz de la tradición oral indígena, pero ahora llega más lejos: por radio, internet, grabaciones, cuando se escribe y publica. En la década de los 80’s, se publicaron los primeros libros de texto gratuito en lenguas y sus variantes, hechos por maestros o promotores indígenas con lingüistas, pedagogos e ilustradores de la Secretaría de Educación y de la recién creada Dirección de Educación Indígena. Actualmente, la educación en lenguas indias –con todas sus modalidades y reformas– agoniza. Pero un buen número de hablantes se ha apropiado de la escritura no para mejor incorporarse al poder, sino para mejor interpelarlo, y también escriben en español, para entenderse con quienes hablan otra lengua: las lenguas son ahora arma y puente. Paradójicamente, la oralidad es resguardada por la escritura; surge como nueva memoria, como ejercicio para recuperar los espacios robados a las lenguas y a la tradición oral –cambiada por abalorios de consumismo y educación. Lejos del pueblo, pero cerca de la lengua, los escritores actuales son anfibios de dos lenguas, y utilizan con astucia las políticas culturales y los recovecos demagógicos. Además, hay talento, eficacia y una temática específicamente indígena: terminarán por hacernos ver a todos viejos problemas con nuevas palabras: darán nuevas herramientas a las tradiciones ancestrales. Y hay una problemática joven y actual que usa las viejas palabras para exponer nuevos problemas. La primera generación de escritores indígenas –profesores casi todos ellos– fundó revistas, asociaciones, agrupaciones que coinciden con el fermento de los 70’s. Algunos apoyan las declaraciones y los movimientos internacionales a favor de los derechos de los pueblos nativos y las luchas por los derechos específicamente indígenas; otros, simplemente aprovechan la corriente de conciencia étnica para ejercer una ciudadanía cívicamente correcta en sus respectivas lenguas. Sus escritos incluyen casi siempre una defensa de la lengua, la propia historia, la visión de la comunidad, el paisaje y el sufrimiento: son voceros de las cuitas o logros de sus pueblos ante el otro. La lengua se convierte, entonces, en trinchera y territorio. Víctor de la Cruz emprendió la recopilación y clasificación de la poesía oral existente en su lengua, el zapoteco de Juchitán, que promueve desde la Casa de la Cultura de Juchitán y la revista Guchachi’ reza. Todos los escritores que hoy escriben en esta variante –son decenas– deben a don Andrés Henestrosa y al doctor De la Cruz la sistematización y el renombre de la dulzura del zapoteco, con todos sus aciertos y mitología; a esto se añade la aceptación y difusión de sus propuestas de reivindicación étnica y de la lengua en un municipio autónomo ejemplar. Por su parte, los nahuas –sobre todo de Veracruz– deben a Natalio Hernández y a la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas –su revista, que duró varias décadas, tuvo distintos nombres– el florecimiento de la poesía en lengua náhuatl, más clásica y pausada. Ellos y autores en otras lenguas estuvieron cercanamente vinculados a la educación y han sido los artífices del reconocimiento oficial de las literaturas y de las lenguas indígenas. En Yucatán, la labor como recopilador y tallerista de Carlos Montemayor dio lugar a la publicación de literatura oral y abrió paso a un notable contingente de escritores en lengua maya. Del lado no indígena, aumenta el interés fuera de las esferas académicas. La revista México Indígena, que tras varias peripecias y cambios es ahora Ojarasca, lleva cuatro décadas de difundir las luchas indígenas y a sus escritores: la manera de hacer crónica y de denunciar las injusticias ha hecho escuela, misma que se ha trasladado a la prensa de izquierda y a la reflexión política que surgió, como potente manantial, a raíz del movimiento zapatista. Porque ya después del zapatismo nada fue igual. Todos los escritores tuvieron que tomar partido. Se volvieron a plantear –al menos– la educación, la escritura, la difusión, las radios, los derechos culturales de los indígenas quienes, paulatina pero firmemente, dejaron de lado a los antropólogos, cronistas, lingüistas y mediadores y continuaron su propio camino, si acaso con acompañantes. La escritura en lenguas toma el carácter contestatario; ya no es escondite ni refugio, ahora es beligerante y toma por asalto del ámbito de las letras, sobre todo de la poesía. También fue necesaria una respuesta oficial ante el levantamiento, y la vertiente “cultural” resultaba más abordable que la lucha política: la compensación por la inequidad de siglos o el enfrentamiento militar: el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali), el entones Instituto Nacional Indigenista (antecesor de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, CDI), Universidades multiculturales, apoyos a la cultura como espectáculo, incentivos a las letras indígenas desde distintas dependencias echaron mano de cuantos artistas, escritores y personalidades indias pudieron para ofrecer su apoyo. México se declaró constitucionalmente un país multicultural: resulta por tanto que en muchas ocasiones estos gestos obligan al presupuesto a ejercerse como si el país de veras fuera plural; de ninguna manera se aplica lo que corresponde a los indígenas –el diez por ciento de la población–, aunque a veces el gobierno se ve obligado a cumplir, como en el caso de las bibliotecas multiculturales, que deben incluir forzosamente libros en lenguas, o en el de los becarios en lenguas indígenas –se decide y desdecide si son escritores a secas o si lo son sólo en lenguas, o con quién compiten cuando solicitan apoyos oficiales. Y es que la cultura y la escritura han crecido desde el poder. No amenazan ni cuestionan de una manera peligrosa: que griten, que publiquen, que escriban, que lean, que hagan sus huipiles y torneen sus jarritos, que creen sus Academias y que resuelvan entre ellos sus conflictos de linderos, alfabetos y variantes. Creyeron cooptar a los intelectuales indígenas y sus voces con premios, becas, fomentos y apoyos específicamente diseñados para ensalzar y acallar con efímera abundancia el despojo ancestral. Las comunidades de base cristianas también se han dado a la tarea de promover la escritura: en Chiapas, donde ya había una tradición bastante difundida de escribir para antropólogos, la radio y diversos programas catequistas, a partir de 1994 proliferaron los escritos en lenguas chiapanecas. Los escritores y recopiladores del estado se cuentan entre los más favorecidos por el aparato cultural regional, las editoriales independientes más resistentes y algunos de los más originales creadores. Pero no todo es hermosa poesía ni gallarda denuncia. Ningún privilegio ha sido concedido a los indígena por un gobierno orgulloso de la diversidad, o consciente de la inequidad: toda reivindicación, material o cultural ha costado sangre, lágrimas, tinta y golpes contra el exacerbado racismo oficial. Y la lucha abarca también a los congéneres: los pioneros han abierto brecha a los colados; los que se alzaron en armas ganaron becas también para el que ahora aparta la vista hacia la madre tierra o la atinada metáfora. Los maestros indígenas fueron inicialmente respetados por las comunidades, pronto resultaron iguales al resto del magisterio: individuos con plaza fija y sindicato conocido. Sin embargo, de las filas del magisterio indígena surgieron los nuevos caciques, los nuevos líderes y varios comandantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Lo mismo sucede con los escritores de la siguiente generación, en su mayoría profesionistas. El prestigio que tienen hoy en día los poetas o escritores entre quienes hablan y escuchan sus poemas, cuentos o ensayos, es notable; nunca sucede lo mismo con los escritores o poetas en español. Recientemente acompañamos a Hubert Malina a la Montaña de Guerrero. Fuimos recibidos en la entrada a Zilacayota con música y flores, se nos honró como si fuéramos diputados en funciones –que nunca serán recibidos así por estos lares–, se nos agasajó, hospedó y alimentó: nunca habíamos asistido a semejante presentación de un libro de poesía. Los poetas no solamente son artífices de bellos versos; también denuncian, encarnan, representan a su comunidad y su lengua. Celebrar la lengua mè’phàà –antes conocida como tlapaneco– se convirtió un acto político, aunque se trate de una fecha oficialmente instaurada por las Naciones Unidas y ajena a la comunidad. En lenguas nativas se denuncia la trata de los niños que rayan amapola; o se habla de un padre desaparecido, de las muchachas de Chamula que inhalan cocaína y se pintan los labios, de quienes ejercen la prostitución en la periferias urbanas, de aquellos que van al Norte, de un país lleno de ánimas de quienes mueren antes de su hora y no han sido sepultados. Ya no estamos ante el indio bucólico que se convirtió en centinela de su amada, sino ante el volcán que humea y un país acosado por tantísima alma en pena en espera de cruces o de ofrendas. También hay novela, crónica, testimonio, guiones, canto y plegaria, rap y canciones, poesía y más poesía. Por eso, las presentaciones, los festivales, las editoriales y los actos públicos son una toma de posición, inmediata, y hasta el más taimado se sube a este tren bien encarrilado. Pero no se crea, ni por un momento, que se controla o se subsume –como un mero género que se luce y que enarbolan personas con bellos atuendos–. Aunque por ahora los lectores son ellos mismos y un círculo más o menos estrecho a su alrededor, este impulso ya no puede detenerse: se les va a salir de la mano a los promotores, se ejercerá la autonomía a pesar de los pesares. Ellos mismos son testigos, traductores o detractores, voceros y ejecutores, usuarios y promotores, críticos y comparsa. Nosotros, con orgullo y con paciencia, aunque no entendamos ni jota de lo que recitan o alegan en sus lenguas, nos limitamos a escuchar, a disfrutar, a leer o a reseñar sus traducciones.
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