egún Spinoza, miedo y esperanza son dos emociones básicas de las personas y de los pueblos, que viven en la incertidumbre de las relaciones que pueden existir entre ellas. Advierte expresamente contra la esperanza sin miedo y el miedo sin esperanza, dos condiciones del ánimo que han estado cundiendo.
El miedo puede ser un mecanismo de defensa que indica sensatez y responsabilidad. Ante un peligro real, se toman precauciones adecuadas o se hacen los preparativos necesarios para enfrentarlo. La amenaza sobre indocumentados en Estados Unidos, que siempre ha sido real, hoy se ha intensificado; exige prevenirse ante el riesgo de deportación. Como es sensato tomar precauciones al salir a la calle, en muchas partes de México, porque no sabemos si en la esquina espera quien planea secuestrarnos o asaltarnos.
Pero hay muchos miedos que debemos combatir. Se está empleando contra nosotros una estrategia de intimidación para paralizarnos. Se busca formar en cada persona un miedo sin esperanza, una forma de resignación: hacerle sentir que no hay opciones, que el destino cada vez más miserable que tiene ante sí es ineluctable, que nada puede hacer para cambiarlo. En nombre de viejas o nuevas ilusiones o como despliegue cínico de fuerza, se busca imponer la voluntad de arriba mediante la sumisión resignada de los de abajo.
Lo que hoy parece dominar en las clases dirigentes es la esperanza sin miedo, la convicción ciega de que será posible conseguir lo que se quiere haciendo caso omiso de los riesgos. Se multiplican los actos de corrupción, que alcanzan niveles sin precedente, porque se confía ciegamente en la impunidad. Se hacen despliegues ilegales de fuerza, como el reciente ataque a Siria, bajo la convicción de que nadie los resistirá y no tendrán consecuencias negativas para quien los decide. Se organiza y se practica el despojo masivo que define la fase actual de acumulación de capital, por confianza en la debilidad y pasividad de los despojados y en la complicidad de quienes deberían impedir el despojo.
Esa esperanza sin miedo crea situaciones en extremo peligrosas y desafíos enormes. Es sensato tomar precauciones y organizarse para enfrentar unas y otros. Pero es igualmente necesario prevenirse del miedo sin esperanza que se quiere formar con la campaña de intimidación. Se busca presentar un estado de cosas injusto e insoportable como perspectiva cierta, cuya modificación está por entero fuera del alcance de quien sufre esa condición. Caer en ese miedo sin esperanza es tan peligroso y devastador como entregarse a meras ilusiones, a esperanzas sin fundamento e incluso aquellas que contradicen toda experiencia, como las que siguen confiando en los procedimientos electorales, con la convicción de que bastará elegir a cierto candidato para que todo cambie…
Hay miedos que necesitamos combatir mediante un empeño comprometido con el cambio de las condiciones que los provocan. El miedo de las mujeres a padecer discriminaciones y agresiones, por ejemplo, es infortunadamente sensato. Corresponde claramente a la situación dominante y a la experiencia. Se organizan prudentemente para enfrentar ese peligro y toman toda suerte de precauciones; necesitan hacerlo. Pero además, y esto es lo más importante, luchan valientemente para modificar esas condiciones inaceptables. Como dicen los zapatistas, debemos crear un mundo en que una niña pueda crecer sin miedo.
Sería enormemente irresponsable cerrar los ojos a los peligros que nos acechan y a la incertidumbre radical que se ha instalado en el mundo. Tenemos que estar conscientes de los riesgos enormes y crecientes que caracterizan la circunstancia internacional y la situación ambiental, la incertidumbre climática. Necesitamos estar al tanto de las amenazas muy concretas de despojo que estamos padeciendo, como las que pesan sobre los territorios indígenas que se han concesionado o la de cerrar cien mil escuelas, la mitad de las que existen en el país, como parte de la llamada reforma educativa.
Nos toca vivir un momento de peligro y esto exige alimentar cuidadosamente miedos sensatos y responsables y cultivar remedios a la incertidumbre. Se han vuelto obsoletos conocimientos y creencias de la era que termina; resultan ya inútiles para entender lo que está pasando y aún más para construir lo nuevo. Estamos en la búsqueda afanosa de nuevos paradigmas que nos permitan salir de la confusión y desorientación que predominan.
Al mismo tiempo, necesitamos reconocer el valor de la esperanza. Nada peor que perderla. Es el ancla de cada hombre, de cada pueblo. Es la esencia de los movimientos populares, pues la gente sólo se pone en movimiento cuando espera que su acción podrá producir el cambio que busca. Nuestra supervivencia depende ya de la posibilidad de recuperar la esperanza como fuerza social.
La esperanza que hoy hemos de abrigar y nutrir no es la expectativa arrogante del uno por ciento, que se cree capaz de apoderarse arbitrariamente del mundo, aún al precio de destruirlo, sino la esperanza humilde de quien confía en los dones de la naturaleza y en la capacidad de hombres y mujeres ordinarios de organizarse, actuar conjuntamente y hacer las cosas que tienen sentido.