ste lunes 10 de abril, mi querido e inolvidable amigo y camarada Fito, Adolfo Sánchez Rebolledo, habría cumplido 75 años, y mi fugaz autoridad cronológica habría terminado. Hubiéramos tenido que encarar al tu por tu nuestras particulares angustias y, en especial, nuestra desazón ante el triste panorama de la república y, en especial, el de esa izquierda mexicana que poco tiene que ver ya con la que Fito vivió y sobre la cual nos legó espléndidas crónicas y reflexiones recogidas en su enorme libro-testimonio.
Mucho hubiéramos tenido que agregar, sobre todo si hubiésemos escogido como tablero para la siempre jugosa y gozosa plática el estado del Estado, de la democracia tan ansiada y reclamada, y de las fortalezas y abrumadoras debilidades del país todo para encarar las amenazas de Trump y su banda. Tiempo este de angustias y añoranzas, de ajuste de cuentas por lo no registrado y afrontado, de reconocimiento preciso, doloroso, de nuestra historia que siempre reclamó y aconsejó el amigo luminoso y brillante cuya conversación se ha vuelto inolvidable y siempre añorada.
La república como horizonte y construcción política se ha vuelto esquiva y el pensamiento republicano forjado a través de los años se extravió, para dar lugar a un mar de confusión que nadie o muy pocos osan surcar. Se trata de una confusión artera, que parecería mal intencionada si no fuera porque quienes la enarbolan como lengua franca de la política apenas balbucean.
Los hombres y las mujeres del poder constituido y apenas reconocido hoy como tal, se han dado a una suerte de mutismo ruidoso, que no puede sino provocar la furia de muchos que no admite sonido alguno ni da lugar a la búsqueda de sentido que debe acompañar a toda política que se quiera democrática y renovadora. Mandan la mediocridad y la igualación hacia abajo, hasta los sótanos y albañales de la vida pública donde reinan el terror y el temor, la amenaza aviesa y abusiva, el miedo que encadena todo y a todos en ausencia de eso que solíamos llamar Estado y los optimistas adjetivaban como Estado de derecho.
No hay de eso por ningún lado y el panteón de la soledad jarocha o juarense o guerrerense nos lo confirma del alba al crepúsculo. El ocaso es visitado una y otra vez y sólo negado por los optimistas irredentos nutridos en la ignorancia y la falsa información.
El lamentable caso de la imposición de una vicepresidente en el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) corona por esta semana este castillo de ignominia en que se ha convertido la vida pública institucional y del Estado, la del Ejecutivo y los órganos legislativos, así como la de la opinión pública formal plasmada en la prensa y los grandes medios electrónicos de difusión. Asunto menor dirán los que supuestamente saben, pero grave atentado a la confianza en una institución clave para generar credibilidad en los negocios y la ciudadanía que, poco a poco y con mucho esfuerzo, se había labrado el respeto y hasta el apoyo de muchos grupos de la sociedad, académicos y políticos, negociantes e inversionistas, observadores profesionales del capital y la inversión de dentro y fuera del país.
La atrabiliaria decisión del gobierno del presidente Peña, probablemente orquestada por quienes armados de su Nintendo tratan de superar la realidad modificando las cifras y tendencias que buscan resumirla, ha hecho un gran daño a un organismo del Estado que era motivo de orgullo para muchos mexicanos y para quienes desde el propio Estado contribuyeron a construirlo. Allá cada quien con sus recuerdos y efemérides, pero no será cosa breve ni de pocos rehabilitarlo y volverle a dar la dignidad y la legitimidad conquistadas por sus técnicos y dirigentes a lo largo de mucho tiempo.
El daño es mayor y será más grave si no tomamos nota de lo que significa para la salud del diálogo y la deliberación democrática, para la gestación, diseño, aplicación, evaluación y corrección de las políticas económicas, sociales, demográficas del Estado y de la nación. Para alimentar el rigor y la detección oportuna de errores, omisiones, excesos.
En lo inmediato, no parece estar a la mano corrección alguna. De aquí la necesidad de vigilar y exigir rigor y transparencia, oportunidad y honestidad, en la producción y difusión de la información que tiene a su cargo el Inegi. Y de reclamar del Congreso que se haga cargo de la gravedad del tema y se aboque a buscar correctivos eficaces y prontos, antes de que el prestigio del instituto sea arrollado por la especulación aviesa y la absurda obsesión de los funcionarios, que buscan reinaugurar la época de la opacidad y manipulación informativa, para tapar su ignorancia y torpeza.
El senador Emilio Gamboa nos asestó un involuntario homenaje a Por mi madre bohemios
, que Carlos Monsiváis consagró como documentación cotidiana de nuestros desalientos y pesimismo. El senador advirtió a quienes criticaron la propuesta presidencial y pidieron retirarla:
Ellos, que hablaron mal de la maestra, en dos o tres años van a dar gracias por haber estado en un debate y van a pedir perdón de lo que dijeron a una mujer que se merece el respeto de todos
( Excélsior, 07/04/17).
No creo que en ninguno de los comunicados se haya faltado el respeto a nadie, Paloma Merodio o sus postulantes. La inconformidad tuvo que ver con sus méritos e idoneidad para ocupar ese puesto y nada más.
Vergüenza debería darles a quienes amenazaron al Centro Espinosa Yglesias con echarle el SAT por delante y a quienes se negaron a considerar en serio los argumentos esgrimidos contra la iniciativa presidencial.
No veo que haya habido nada que nos obligue a los críticos y opositores al nombramiento a disculparnos
. Quien sí debería empezar a pensar en hacerlo es el senador Gamboa. Cuando tome nota del daño que él y sus colegas y correligionarios le han asestado a la salud de una república, de por sí afectada por tanta y tan mala política.