ace años, cuando las artes documentales y visuales ocupaban el centro de sus preocupaciones intelectuales, estéticas y políticas, John Berger consignó la muerte definitiva del retrato. Me parece improbable que se vuelva a pintar jamás un retrato importante
, que lo sea en el sentido de la retratrística como la entendemos ahora
. No lamentaba dicho deceso, por cierto: El talento artístico que alguna vez demandó el retrato ahora puede emplearse de otra manera, para que cumpla una función más urgente y moderna
(No More Portraits, ensayo reunido en Landscapes, antología crítica editada por Tom Overton, Verso, Londres, 2016). Berger no duda en atribuir el hecho en buena medida a la fotografía, de la cual pondera virtudes mecánicas y artísticas que le permiten cumplir mejor con la función de retratar a alguien.
Por muy contemporáneo que nos resulte Berger todavía, sigue pasando el agua bajo los puentes y hoy el concepto mismo de retrato posee una dimensión que lo hipertrofia, multiplica, trivializa y le da un poder sin precedente. La omnipresencia del ojo obturador que fija el retrato permite que millones de individuos retraten a otros y se autorretraten continuamente, y enseguida colectivicen (socialicen) tal imagen.
El retrato-autorretrato devino función elemental de las personas a una escala que no previeron los críticos de la imagen. Se cultivó durante milenios en todas las civilizaciones, y alcanzó máximos absolutos como la escultura clásica grecolatina y el óleo del Renacimiento. Retratar exigía todo del artista: atención incesante, empatía, método, materiales eficaces, largas jornadas de esfuerzo. Holbein, Durero, Caravaggio, Leonardo, Velázquez, Van Dyck y Rembrandt alcanzaron perfecciones individuales insuperables; si acaso, imitables. Sus retratos son vida pura. Dos vidas, la del retratado y la del pintor. Berger sigue las huellas hasta Goya, Gericault y su apropiación del rostro ajeno como expresión personal, algo que Van Gogh, Pissarro y sus contemporáneos llevarían al límite al liberarlo de aristocracia, de pompa y de circunstancia. No importa a quién retrata Van Gogh, sino que él lo hace. Ya vendría el cubismo a reventar definitivamente las posibilidades del retrato como fijación del rostro de alguien real. El retrato queda en manifiesto personal del retratista (lo mismo Bacon que Botero).
La fotografía llega al relevo desde mediados el siglo XIX y alcanza hitos y cumbres constantes en el XX. Rápido se multiplica y subdivide merced a mejoras técnicas y la proliferación de fotógrafos experimentados en múltiples subgéneros: moda, farándula, publicidad, deportes y pasaportes, periodismo (y si etnológico o de guerra, mejor) o creación a secas. De Sandler, Chambi y Weston a Cartier-Bresson, Arbus, Salgado e Iturbide. El sentido de señorío y grandeza (de propiedad capitalista), inherente a los grandes retratos de reyes, papas, duques, banqueros o conquistadores, desaparece bajo el océano fotográfico y su reproductibilidad ilimitada que fascinara a Benjamin. Muy reciente en el tiempo, apenas anterior a este albor del milenio, la fotografía transmisible, inmediata, digital, manipulable e hiperrealista de las aplicaciones instantáneas, los libros rostro
y las redes globales ha transformado el retrato hasta dejarlo irreconocible.
Mucho se perora sobre el presunto narcisismo del retrato actual, voraz, indiscriminado, automático hasta lo inconsciente. Nos parecemos
a nosotros mismos más que en ninguna otra época humana, sin necesidad de intermediario para quedar retratos. Hay cierta histeria ante el presunto narcisismo, al grado de que existe una narcisosfera donde uno explora en red los alcances de esta epidemia mental
del prójimo. El patológico presidente de Estados Unidos sirve de activo principal para propagar tal miedo
. Kristin Dombek analiza con ironía el miedo al narcisismo de los demás
en The Selfishness of Others (“Farrar, Strauss and Giroux, Nueva York, 2016).
Debemos desconfiar del antinarcisismo
corriente: utilitario, trivial, predecible. El verdadero problema reside, como previera Berger, en la crisis de identidad individual que aqueja a la humanidad: en un mundo de transición y revolución, la individualidad se ha vuelto un problema de relaciones históricas y sociales de tal índole que ya no podrá revelarse con las meras caracterizaciones de un estereotipo social establecido. Cada modo de individualidad se remite ahora al mundo entero
. Así como cada cabeza es un mundo, cada retrato es el mundo. Eso otorga un valor supremo a cualquier Instagram. En la modestia de su abundancia está el mensaje.