Opinión
Ver día anteriorJueves 23 de marzo de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un parlamento universitario
L

as respuestas en torno a las preguntas elementales que les formuló una periodista a varios diputados en el contexto de la conmemoración del centenario de la Constitución de 1917 fueron de una ignorancia demoledora por quienes se ostentan como nuestros representantes. ¿Se trata de un hecho aislado o forman parte de la crisis política que vive el país?

En la Universidad Autónoma de Nuevo León ha surgido un grupo de estudiantes que buscan organizarse bajo las características de un parlamento para abordar problemas comunes que enfrenta la sociedad del país y del estado. Al Centro de Estudios Parlamentarios le pidieron apoyar su trabajo. En lo personal, yo lo hago con gusto.

Se ha preguntado dónde puede la población aprender democracia. El único lugar donde este aprendizaje es posible, por lo menos en lo que hace a la posibilidad de reflexionar sobre ciertos problemas y la forma de resolverlos, según la opinión de cada uno de sus integrantes expresada en pie de igualdad, con toda libertad y sujeto a ciertas reglas acordadas, es –ha sido y será– la asamblea.

La asamblea es la institución más antigua de la humanidad. Antes de que hubiese familia, credo, milicia hubo problemas y el grupo que los enfrentaba no podía encontrar otra forma de intentar resolverlos que deliberando, escuchándose unos a otros y llegando a acuerdos que suponían ceñirse a ellos para que la decisión colectiva tuviese éxito. La humanidad, pues, nace con rasgos democráticos.

No otra cosa se supone que debía ser el funcionamiento básico de los partidos políticos. En México, sin embargo, no es así. La ameba del presidencialismo (la concentración de decisiones en una persona que sustituye al colectivo espontáneo) ha absorbido a todos y no hay uno en el que se descubran las premisas de una vida democrática. El debate y la asamblea, que es su órgano por antonomasia, no son los ejes en torno a los cuales se muevan los partidos. Si ambos formaran parte de sus rutinas, el nivel de información, estudio, análisis, argumentos y propuestas de su militancia darían por resultado organismos que cumplieran con la condición de entidades de interés público que les ha conferido la ley. Y los candidatos que de ellos pudieran ocupar cargos de elección popular no los harían caer en el descrédito ni a la ciudadanía sentirse avergonzada de representantes que resultan el epítome de la inepcia y la traición a los principios que debían defender.

En los partidos parece haberse asumido como una orden la execrable inducción de Vicente Fox: informarse en la televisión y no en los periódicos, o el más reciente desplante de Jaime Rodríguez Calderón, el gobernador de Nuevo León, que llamó a sus conciudadanos a evitar la lectura de este tipo de medios, porque en ellos hay la propensión a cuestionar, y basarse mejor en Facebook, una de las plataformas de Internet vinculada a las agencias de inteligencia (franco espionaje) del gobierno de Estados Unidos, según señala Julian Assange, el autor de Wikileaks, en el libro Cypherpunks.

La ausencia de debate explica el limbo en el que viven los levantadedos que cobran como gerentes ejecutivos de alguna trasnacional financiera. Son los que por el simple hecho de estar, cuando están, y actuar según el lema del Yunque –el que obedece no se equivoca, y con más gusto cuando se exponen al equivalente de los cañonazos de 50 mil pesos, que Obregón se sacó de la manga del brazo que perdió en Celaya– han conducido a la crisis no sólo política, sino de soberanía, en la que hoy se debate el país. En el muro del Senado se lee, como una burla sangrienta, la frase La Patria es Primero. Salvo unos pocos nombres (Manuel Bartlett, Dolores Padierna, Alejandro Encinas y algunos más) de representantes provistos de un espíritu patriota, el déficit de esta especie en la cámara alta y en la de diputados es en verdad escandaloso.

La modalidad de los candidatos no partidarios tampoco asegura el desarrollo democrático de una sociedad. En rigor no puede haber candidatos independientes en un país donde las elecciones significan, ante todo, una transacción en la que los patrocinadores con mayor poder económico son los que tienen mayores posibilidades de influir en los resultados electorales, en las plataformas políticas y en el ejercicio de gobierno. Nada más lejos de la democracia.

Entre una serie de partidos cuya vida interna no se sostiene sobre métodos democráticos e individuos no partidarios, que nunca podrán sustituir a los partidos (como nos lo ofrecen Jorge Castañeda en su opúsculo Sólo así, y otros) la política en México no logra avanzar y más bien niega lo que las ya viejas reformas electorales y alternancias en el poder prometían.

El surgimiento de un grupo estudiantil, que pretende organizar un parlamento universitario donde el debate y la asamblea no se vean contaminados por la rebatiña electoral, y a ellos les vayan quedando claras nociones, ideas y juicios sobre las realidades que nos rodean, no puede dejar de ser motivo de aliento institucional.

En mi experiencia, la organización y la posibilidad de diálogo produce temor en casi todas partes. Un ejemplo que puedo probar: hace años, a mi hijo el menor le impidieron que continuara sus estudios, negándole la inscripción al siguiente grado, en una escuela primaria que seguía –acaso siga– el método Montessori de enseñanza-aprendizaje. Sus directivos se enteraron de que algunas familias estábamos tratando de organizarnos en una sociedad de padres de alumnos. Lo demás es imaginable.