ace 100 años los bolcheviques tomaron el poder en Rusia cuando caían las primeras nevadas de un invierno cuya dureza ya no conciben hoy ni siquiera los rusos. La temporada invernal trajo consigo la desventajosa paz con Alemania y el desgaste de una revolución aislada en un país desolado. La primavera encontró al gobierno revolucionario sin recursos, industria, reservas, ni ejército… justo cuando sus enemigos iniciaban una guerra civil. Partiendo casi del vacío, el poder soviético creó el Ejército Rojo, que al cabo de más de tres años derrotó a los contrarrevolucionarios y a la intervención extranjera.
De esa historia quiero recordar un dato: al diseñar el nuevo ejército, León Trotsky admitió un importante número de oficiales zaristas que estarían subordinados al mando bolchevique y fiscalizados por comisarios políticos. Cuando Trotsky presentó su proyecto al Ejecutivo Central de los Soviets, los socialdemócratas mencheviques, los eseristas o socialistas-revolucionarios (aún no se llegaba a la aberración totalitaria y varios partidos conformaban el gobierno) y los comunistas de izquierda
del partido bolchevique, pusieron el grito en el cielo, porque se negaban a aceptar cualquier transacción con fuerzas del antiguo régimen (con idéntico argumento se habían opuesto a firmar de la paz con Alemania). Trotsky respondió con el argumento de la necesidad.
Cuando terminó la guerra civil, los suboficiales y militantes bolcheviques ascendidos al mando constituían las dos terceras partes del total de los jefes del Ejército Rojo (entre ellos la mayoría de los que serían mariscales en la Segunda Guerra Mundial); pero al inicio de la guerra (1918) los oficiales zaristas eran más de las tres cuartas partes del personal de mando y administración del ejército. Por supuesto que entre ellos había traidores e infiltrados: en enero de 1919, tras algunas sonadas traiciones, Lenin escuchó las protestas de los comunistas de izquierda
y sugirió a Trotsky el licenciamiento en masa de los antiguos oficiales zaristas. Trotsky le mostró que más de 30 mil de esos oficiales, antes zaristas, servían en el Ejército Rojo. Lenin comprendió la magnitud del problema y admitió que los casos de traición eran insignificantes en comparación con el número de oficiales leales, y defendió en público la originalidad con la que Trotsky estaba construyendo el comunismo
con los ladrillos del derrumbado edificio del antiguo régimen.
¿Por qué los bolcheviques aceptaron a sus enemigos y les dieron la inmensa responsabilidad de conducir al ejército en el campo de batalla? Por necesidad. Una guerra moderna que implicaba mandar millones de hombres exigía los conocimientos técnicos de aquellos oficiales, sin los cuales, la derrota habría sido segura. ¿Por qué la aristocrática oficialidad defendió la revolución? Trotsky, con el apoyo de Lenin, respondió más de una vez que el hecho de haber sido oficiales zaristas no les impedía defender a la patria ni sumarse al gigantesco proceso de transformación que tenían ante su vista. ¿Cuál fue la clave del éxito de esa alianza?, la educación política, la creación de los comisarios bolcheviques que supervisaban a los oficiales y el hecho de que el proyecto y la conducción estratégica estaban en manos de Lenin y Trotsky y del comité central bolchevique (véase Isaac Deutscher, Trotsky: el profeta armado, pp. 372-408).
Hay momentos así en la historia de las naciones y de las revoluciones: en el verano de 1914 México se dividió en dos grandes bandos, y quienes buscaban la transformación revolucionaria radical, que partía de la destrucción inmediata del latifundio, encabezados por Villa y Zapata, construyeron una amplísima alianza que incluyó a antiguos oficiales porfiristas (Federico Cervantes y Vito Alessio Robles), a maderistas sin vocación por el cambio social (José María Maytorena y Rafael Buelna), a colorados
y otros irregulares
que sirvieron al gobierno de Huerta (Higinio Aguilar y Juan Andrew Almazán), y hasta meros bandidos (Jesús Cíntora y Pedro Zamora). En esa amplia alianza confluyeron incluso enemigos que se habían combatido con ferocidad en las coyunturas inmediatameente ateriores, como Felipe Ángeles y Emiliano Zapata o Pancho Villa y Benjamín Argumedo. En fin: en aquella coalición, la dirección estratégica, el proyecto, estaban en manos de Villa y Zapata (como creo haber fundamentado en mi libro 1915: México en guerra).
También recuerdo que la izquierda sólo ha llegado al poder construyendo amplísimas alianzas: desde los triunfos democráticos de Salvador Allende, Lula da Silva o Evo Morales hasta la victoria armada del Movimiento 26 de julio en Cuba, fueron posibles porque aquellos partidos y dirigentes tuvieron la capacidad de incorporar a su proyecto a grupos, sectores y personalidades que eran sus enemigos la víspera de la campaña victoriosa. También entonces, la base militante más sólida y consistente se desconcertó con las alianzas que se pactaban.
¿No seremos capaces de extraer lecciones de esas historias?
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