18 de marzo de 2017     Número 114

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Los territorios bioculturales
según Ignacio Ramírez*


Ignacio Ramírez

En el número 111 de este suplemento hablé de Ignacio Ramírez y hoy me referiré de nuevo a él con motivo la diversidad biocultural, tema del que El Nigromante se ocupó hace 170 años.

La Academia de San Juan de Letrán, fundada en 1836 y que se reunía en el Colegio del que tomó su nombre en torno a escritores como Guillermo Prieto y Andrés Quintana Roo, por dos décadas congregó a literatos del más diverso pelaje político y literario, entre ellos el think tank de Benito Juárez, el núcleo impulsor de las Leyes de Reforma. A poco de creada la agrupación, un joven estrafalario se apersona en una de sus sesiones. Así lo cuenta Guillermo Prieto en un texto que reproduzco ligeramenteabreviado.

Una tarde de Academia, después de oscurecer, percibimos al reflejo verdoso de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de una puerta, un bulto inmóvil y silencioso que parecía como que esperaba una voz para penetrar en nuestro recinto.

Lo vio el señor Quintana y dijo: ¡adelante!

Entonces [...] vimos acercarse un personaje envuelto en un copón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos por remate [...] Representaba el aparecido 18 o 20 años. Su tez era oscura, pero con el oscuro de la sombra; sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada; boca sarcástica [...] el vestido era un prodigio de abandono y descuido; abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos [...]

–¿Qué mandaba usted?

–Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia.

En el auditorio reinaba un silencio profundo.

Ramírez sacó del bolsillo del costado, un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes de moldes de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló esa baraja y leyó con tono seguro e insolente el título que decía: “No hay Dios”.

El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo no hubiera producido mayor conmoción.

Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.

Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.

El señor Iturralde dijo:

–Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; es un establecimiento de educación.

–Pues yo no presido donde hay mordaza, dijo Quintana, levantándose de su asiento [...]

–Triste reunión de literatos, exclamó Guevara, la que se convierte en reunión de aduaneros que declaran contrabando el pensamiento [...]

–Que hable Ramírez [...]

Y Ramírez habló. Habló de “astronomía, matemáticas, zoología, el jeroglífico y la letra, el dios […] Todo sin esfuerzo y empleando el decir fluido de Herodoto o la risa franca y picaresca de Rabelais [...]”. Era el suyo un desbordado y retador discurso unas veces oral y otras escrito, que se prolongaría hasta el día de su muerte y con el que se anticipó a las ideas de su tiempo sacando de quicio a los espíritus pacatos. De sus subversivos planteos, me interesa destacar aquí la re territorialización biocultural que propone para la República Mexicana en el Congreso Constituyente de 1856-1857, de la que hablé por primera vez en el Suplemento antes mencionado. Citaba yo ahí una de las intervenciones del legislador.

“¿Qué males nos provienen [...] de que las poblaciones sigan distribuidas del modo en que las encontró el Plan de Ayutla?” Muchos –dice– son los problemas que nos ocasiona “negar la necesidad de una nueva combinación local” que tome en cuenta tanto “las exigencias de la naturaleza” como los “intereses de los pueblos”. Es decir un reordenamiento del territorio nacional sobre bases ecológicas y etnográficas.

“Ya tome yo por base los hombres, ya los territorios que habitan [...] descubro que un nueva división territorial es una necesidad imperiosa”. Y el congresista empieza con la dimensión natural. “Los elementos físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes secciones con rasgos característicos muy marcados [...] una nueva división tirada por la naturaleza. Desde las inmediaciones del Istmo hasta la frontera con Estados Unidos, tres fajas, una templada y dos calientes, nos aconsejan el establecimiento de tres series diversas de combinaciones territoriales [...] Sobre las costas del Golfo de México descubro un vasto terreno regado por caudalosos ríos y dilatadas lagunas: la abundancia de agua navegable acerca y confunde sus poblaciones”. Y se pregunta “¿Dónde naturaleza formó un solo pueblo nosotros formaremos fracciones de otros cinco? ¿Por qué conservar a Chihuahua y Durango poblaciones separadas por un peligroso desierto y una sierra intransitable? ¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el Estado de los Valles?”.

Las propuestas concretas de Ramírez pueden ser técnicamente discutibles, pero no la idea de una división territorial por cuencas, como ahora se estila. Pero donde se muestra más visionario es en el planteo de una regionalización política del país que reconozca los ámbitos jurisdiccionales de los pueblos originarios. “La división territorial aparece todavía más interesante considerándola con relación a los habitantes de la República”, dice. Y empieza su argumento poniendo en entredicho la idea de que somos un pueblo mestizo.

“Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es suponer en nuestra patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundirlas en una sola [...] Muchos de estos pueblos conservan las tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad independiente y gloriosa [...] Estas razas conservan aún su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y por el idioma [Y de esta manera] conservan la división territorial anterior a la Conquista”.

Concluye El Nigromante con una propuesta que, de haberse aprobado, hubiera instaurado en México un orden inédito. “¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos, pero comenzad dividiéndolos por idiomas. De otro modo no distribuirá vuestra sabiduría sino dos millones de hombres libres y seis de esclavos”.

Ramírez no se sacaba las reivindicaciones de la manga. En muchos lugares eran demandas que movilizaban a la población. Así lo reseña el congresista: “Y si nada dice a la comisión lo que llevo expuesto, dirija siquiera sus miradas a la agitación en que se encuentra la República. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado de Guerrero y contra sus votos prevalecen los intereses de un centenar de propietarios feudales. Hace muchos años que el valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local. Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos legales [...] A todas estas exigencias de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo; ¡Ya no es tiempo! nos contestarán los pueblos mañana, si queremos al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la anarquía”.

El Nigromante no es el único que en el Constituyente critica la gran propiedad agraria y propone entregar tierras a indios y campesinos, lo hacían también Ponciano Arriaga, Castillo Velasco e Isidoro Olvera, entre otros. Pero Ramírez ubica claramente el origen del mal en la impronta que la Conquista y la Colonia le impusieron al territorio mexicano. Y en consecuencia demanda rectificar la injusticia reorganizando espacialmente al país con criterios agroecológicos pero a partir de los ámbitos originarios de sus pueblos.

Hoy muchos piden reconocer las jurisdicciones autonómicas de las diferentes etnias, pero Ramírez iba mucho más lejos, pues quería rehacer por completo el mapa político de México desde una lógica decolonial. En ésta perspectiva el cuestionamiento de la gran propiedad ya no remite sólo a su impertinencia económica o a la injusticia social que conlleva, sino también a la violencia histórica con que se impuso; un colonialismo que marcó nuestro orden económico, social y político pero también nuestra geografía. Así lo asume Olvera: “Basta comparar lo que hoy tienen los pueblos con lo que tenían, según la tradición, después de la Conquista, para concluir que ha habido en verdad una escandalosa usurpación”.

Las regionalizaciones agroecológicas, étnicas o bioculturales hoy usuales son pertinentes y útiles, pero hay que ir más allá, como lo hacía El Nigromante, atendiendo al origen colonial de nuestro mapa político. La división territorial de México viene de la Conquista, cuando por consideraciones geoestratégicas y para fincar en el espacio la dominación, los invasores establecieron Intendencias y Provincias. Y sobre esa base administrativa colonial se crearon las circunscripciones del México independiente, incluyendo algunas nuevas como Aguascalientes, Morelos, Guerrero y Colima que respondían a situaciones coyunturales. Y siendo arbitraria la división política, fue también simulado nuestro federalismo, pues en lugar de que convinieran en él sujetos estatales autónomos deseosos de articularse, fue decretado por el poder central e impuesto desde arriba a las flamantes entidades federativas.


Congreso Constituyente de 1856 y 1857

El resultado fue una delimitación político espacial que, además de arbitraria, resulta inadecuada desde cualquier punto de vista; una división disfuncional que ha conducido a sucesivos intentos de regionalización complementaria o sustitutiva. Algunos tienen un enfoque económico como los de Ángel Bassols Batalla; otros aplican criterios agroecológicos como los de Efraín Hernández Xolocotzi y los de Francisco Quintanar de principios de los años 60’s, que además de elementos morfológicos, hidrológicos, climáticos y agrícolas añade lo que llama “regiones etnográficas”.

Por otra parte, con criterios etnográficos, Aguirre Beltrán delimitó las que llamó “regiones de refugio”, ocupadas por pueblos indios, y recientemente la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas definió las regiones que son su materia de trabajo, además de realizar mapeos que ubican prioridades hidrológicas, terrestres, marítimas, de aves… En la misma línea de no redistribuir espacialmente toda la República, sino identificar únicamente algunas áreas pertinentes desde una cierta atalaya, están los territorios bioculturales en cuyo diseño Eckart Boege combina criterios agroecológicos y etnográficos (que no autonómicos pues la cuestión de los territorios históricos de los pueblos originarios le parece “pantanosa e ideológica”).

Lastrada por la imposición colonial y después por el patrimonialismo de los grupos locales de poder que durante el siglo XIX crearon territorios para imperar sobre ellos, a nuestra torpe división política se le han sobrepuesto regionalizaciones que persiguen propósitos diversos y aplican distintos criterios. En años recientes ha cobrado fuerza la delimitación de áreas de importancia ambiental para fines de conservación; también las que atienden al poblamiento indígena buscando sustentar derechos autonómicos. Y por último, combinaciones de ambas, como las que definen territorios bioculturales, donde las poblaciones locales autóctonas aparecen como componentes y actores de la diversidad natural y domesticada, siendo ésta el punto de partida. Propuestas sugerentes que sin embargo no incorporan la totalidad del territorio nacional, quizá porque el ambientalismo y el etnicismo son proclives a las perspectivas localistas.

Llama entonces la atención que hace 170 años y en espacios refundacionales como el Congreso Constituyente, Ignacio Ramírez sustentara en criterios étnico históricos y agroecológicos –es decir bioculturales– una propuesta de regionalización política que, rebasando la legitima preocupación por los indios y los ecosistemas, apuntaba hacia un revolucionario proyecto de país. Propuesta alternativa que, además de reivindicar a la naturaleza y a los pueblos autóctonos, incorporaba cuestiones clasistas como el reconocimiento de los derechos del trabajo frente al capital, y enfatizaba temas que apenas hoy cobran visibilidad, como los derechos de las mujeres, los niños y los ancianos.

De la propuesta de nueva Constitución, Ramírez reclama airado que “se olvida de los derechos más importantes, se olvida de los derechos sociales de la mujer, no piensa en su emancipación y en darle funciones políticas [… Pero] el caso es que muchas desgraciadas son golpeadas por sus maridos [y] los tribunales pasan [esos atropellos] como cosas insignificantes [...] La mujer no es esclava, la mujer es persona, la mujer no es cosa, la mujer tiene derechos que [debe] proteger la ley porque es igual al hombre”. Reclama también que en el proyecto “nada se dice de los derechos de los niños” y recuerda que “algunos códigos antiguos duraron por siglos porque protegían a la mujer, al niño, al anciano [...]”.

Derechos que quedarán en el papel en tanto no se reforme el sistema socioeconómico. Dice El Nigromante: “Sabios economistas de la Comisión, en vano proclamareis la soberanía del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo [...] mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capitalista [...] Así es que el grande, el verdadero problema social es emancipar al jornalero del capitalista”. En consecuencia propone lo que hoy llamaríamos un modelo de desarrollo que en nombre de la equidad social limite la codicia del gran dinero.

En cuanto al orden político, su punto de partida es la soberanía popular. Pero la verdadera, la que el pueblo “ejerce con acierto derribando a los tiranos y conquistando la libertad [...] No un orden de cosas que proclamándolo soberano, lo declara imbécil e insensato, quitándole hasta la más remota intervención en los negocios [En un orden así] los intereses del pueblo no influirán en las elecciones, serán dirigidos por los cabecillas de partido, por los intrigantes, por los que piden y prometen empleos [...] De ahí viene que vea con indiferencia las elecciones, pues sabe que su voluntad ha de estrellarse ante un mecanismo embrollado y artificial que huye de la influencia del pueblo porque le tiene miedo [...] Que los ciudadanos son electores no sido hasta ahora más que una vana ilusión, que es tiempo ya de realizar; pero para esto no hay que asustarse ante el pueblo [...]”.

El Nigromante confiaba en la gente y nunca le temió al pueblo. ¿De cuántos políticos de hoy podríamos decir lo mismo?

*Las citas de Ignacio Ramírez vienen de la Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente 1856-1857,
integrada por Francisco Zarco, la descripción de su arribo a la Academia de Letrán la tomé de Memorias
de mis tiempos
, de Guillermo Prieto.

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