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Eufemismos de la COP 13 Emma Estrada Martínez, Carlos Héctor Ávila Bello y Miguel Pinkus Rendón Desde 1993 se ha discutido mundialmente acerca de la protección de la biodiversidad, especialmente en las Conferencias de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB). No obstante, es necesario expresar con claridad que la mayor parte de los enunciados del Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020, las Metas de Aichi y el mismo contenido del CDB, retomados y aumentados en la Declaración de Cancún –elaborada en diciembre de 2016 como resultado de la COP 13–, no son más que la expresión de buenas intenciones, ya que en conjunto presentan una contraposición entre las grandes empresas, que buscan apropiarse de la diversidad biológica de los países megadiversos, y la representación legítima de pueblos por tratar de evitar tal despojo. El ejemplo más notorio es el artículo 8j del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) en donde se establece que “en la medida de lo posible [sic] y con arreglo a su legislación nacional, se respetará, preservará y mantendrán los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañen estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica y promoverá su aplicación más amplia, con la aprobación y la participación de quienes posean esos conocimientos, innovaciones y prácticas, y fomentará que los beneficios derivados de la utilización de esos conocimientos, innovaciones y prácticas se compartan equitativamente”. Sin embargo, las comunidades en donde esto se ha aplicado han obtenido solamente de 0.1 a 2.5 por ciento de las ganancias que han logrado las empresas trasnacionales, lo que es absolutamente desigual. Además, en el Protocolo de Nagoya, derivado del CDB, en el Anexo donde se mencionan los beneficios monetarios y no monetarios de los acuerdos comerciales incluidos, “sin limitaciones”, se considera a los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales bajo la normatividad industrial sujeta a patentes, y se acepta la apropiación de los mismos y su tecnología implícita en los conocimientos asociados, llamándola de manera tramposa en su inciso j: “Propiedad conjunta de los derechos de propiedad intelectual pertinentes”, en donde las trasnacionales buscan obtener ganancias, ya sea por la vía de legalizar y registrar la diversidad biocultural, o de la venta de tecnologías patentadas como los transgénicos. Consideramos que en un verdadero escenario de igualdad, se debería plantear que los conocimientos, las innovaciones y prácticas de la gran industria farmacéutica o alimenticia se compartieran equitativamente con los pueblos. Sin embargo, nunca se ha reconocido el esfuerzo milenario de investigación cuidadosa, amorosa y detallada que han hecho las mujeres y los hombres de los pueblos originarios. Ese proceso ha sido concebido como trabajo, bien y derecho común, que no se refleja en leyes, protocolos, ni convenios. No en balde un habitante original mapuche dijo hace tiempo: “no entiendo cómo se puede patentar una planta, yo no puedo ser dueño de ella, porque crece en mi parcela, en la de mi vecino, en la de otro vecino de otra comunidad y en el territorio; es de todos”. En un artículo publicado en La Jornada Maya el 8 de diciembre de 2016, Carlos Meade, al referirse a la COP 13, anota que “la idea de integración que se está empujando de manera oficial es la de la privatización y mercantilización de la naturaleza, dando por hecho que los sectores privados sólo se interesarán por la naturaleza, mientras ésta represente oportunidades de negocio. Se da por hecho que las empresas dominan las políticas económicas a nivel mundial y que las mismas son las que rigen el devenir del mundo”. En contraste, diferentes pueblos originarios del mundo reunidos en Ek Balam, Yucatán, declararon previo a la COP 13 que “los pueblos originarios hemos conservado, mantenido y mejorado, día a día, hasta la actualidad, todos los maíces y la biodiversidad vinculada al uso de la naturaleza”. Por lo que se debe “respetar y reconocer las prácticas tradicionales colectivas de trabajo y solidaridad entre nuestras comunidades, lo cual ha permitido nuestra convivencia”. Por su parte, la senadora Ninfa Salinas Sada (del Partido Verde Ecologista) presentó la iniciativa de Ley General de Biodiversidad (LGB), cuyo objetivo, según ella, es “nacionalizar” el Protocolo de Nagoya. De acuerdo con Carlos Meade, la LGB presenta un marco legal lleno de “incongruencias y ambigüedades” y “es una burda maniobra que impulsa el gobierno mexicano, y que entra en contradicción con los principios del CDB, por ejemplo: “la promoción de los cultivos transgénicos, las concesiones de minería a cielo abierto, el fomento de las plantaciones de palma africana, los permisos para nuevos megaproyectos turísticos en zonas de alta fragilidad y recortes presupuestales en las áreas relacionadas con la conservación y uso de la biodiversidad”. Cabe mencionar que el Protocolo de Nagoya fue suscrito por el gobierno mexicano sin una consulta amplia e informada a toda la sociedad mexicana. En él se menciona el “consentimiento fundamentado previo” de los “proveedores” de los recursos genéticos, en comunidades objetivo (es decir, aquellas que las trasnacionales u otros particulares elijan y no todas las comunidades poseedoras del territorio en donde se podría localizar los recursos bajo interés, lo cual es totalmente injusto para las comunidades excluidas). Ahora se busca aprobar la iniciativa de LGB, sin embargo, tomando en cuenta que las reformas políticas recientes ha incrementado la desigualdad y la pobreza, ¿qué esperanza tendrían las comunidades de realmente ejercer un consentimiento libre e informado sobre sus recursos genéticos y conocimiento tradicional asociado? ¿Qué posibilidad de una participación equitativa de los beneficios que deriven de su utilización, si los gobiernos pactan con las grandes trasnacionales? ¿En dónde queda la justicia si el mismo Protocolo establece que en caso de incumplimiento de los acuerdos de acceso, “las partes adoptarán medidas apropiadas, eficaces y proporcionales” para abordarlo?, es decir, ¿se enfrentarán a los representantes de comunidades indígenas, afrodescendientes o campesinas, contra bufetes jurídicos de las grandes empresas? Creemos que lo adecuado sería que los gobiernos de México y Latinoamérica prohíban a empresas nacionales y trasnacionales poner en riesgo, destruir, apropiarse o patentar los recursos naturales de los territorios de los pueblos originarios, los agroecosistemas, paisajes bioculturales y la biodiversidad en toda su expresión. Es fundamental que académicos, profesionistas y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas vinculadas a la biodiversidad realicen proyectos participativos que retomen la sabiduría ancestral de los pueblos con base en el diálogo intercultural, la agroecología y el manejo sustentable de la riqueza biocultural, oponiéndose con ello a la pretensión de apropiación que persigue la aplicación del Protocolo de Nagoya, junto con leyes hechas a modo como la iniciativa de LGB. Este conjunto de Protocolos y leyes sólo ahondará las profundas desigualdades de nuestros países e incrementarán la inseguridad alimentaria y la dependencia. Las empresas trasnacionales no están interesadas en alimentar a la humanidad, sino en obtener ganancias. Valga citar dos preguntas que hacía Jorge Carpizo (2012) en uno de sus últimos artículos: “¿Cómo va a ser soberano un pueblo que no pueda disponer de sus recursos naturales en su beneficio? ¿Cómo va a ser soberano un pueblo cuyo territorio no sea suyo?”.
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