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Francisco: cuatro años
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uatro años de grandes expectativas y limitado logro de las mismas. Jorge Mario Bergoglio fue elegido el 13 de marzo de 2013 sucesor de Benedicto XVI, y adoptó el nombre de papa Francisco para desde un inicio enviar el mensaje de que el suyo sería un pontificado marcado por la austeridad.

La decisión del colegio cardenalicio en favor de Francisco fue tomada por la mayoría de medios y analistas como señal de renovación en la Iglesia católica. Tras los pontificados conservadores de Juan Pablo II y Benedicto XVI, en muchos aspectos regresivos al compararlos con los postulados del Concilio Vaticano II, la figura de Francisco levantó esperanzas de transformaciones dentro de una institución eclesiástica en crisis y con graves problemas de imagen pública debido a los documentados casos de pederastia clerical en distintos lugares del mundo.

América Latina aglutina casi cincuenta por ciento de la feligresía que tiene la Iglesia católica globalmente. Esta realidad, de la cual procede Francisco, supuestamente daría vitalidad y mayor presencia en la institución a sectores marginados por la cerrada curia romana, dominada por clérigos más interesados en salvaguardar privilegios que en servir a la mayoría del pueblo católico que vive en países con graves problemas económicos y políticos y en los cuales sus derechos humanos son vulnerados reiteradamente.

Desde el primer día de su pontificado, Francisco quiso marcar distancia con el boato de sus predecesores. Eligió residir en una sencilla habitación, tener escaso personal a su servicio, vestir con austeridad, cargar él mismo su portafolio, visitar por sorpresa hospitales y orfanatos para dar palabras de ánimo a los internos de esos lugares. También ha criticado severamente el clericalismo predominante en la Iglesia que encabeza y los males causados por aquél al obstaculizar el ministerio de los laicos.

En la visita de Francisco a México (12 al 17 de febrero de 2016) uno de sus encuentros más comentados fue el que tuvo con los obispos en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Habló ante un auditorio compuesto por obispos, arzobispos y cardenales. Demandó de ellos mayor cercanía con el pueblo católico, dijo que la institución no necesita príncipes, sino una comunidad de testigos del Señor. Comparar sus palabras con el liderazgo eclesiástico mexicano al que se dirigió evidencia cierta discordancia, porque la mera existencia de una cúpula clerical como la que lo estaba escuchando apunta hacia la negación del principio que supuestamente quiere impulsar Francisco: o sea, una Iglesia católica en la que el llamado laicado tenga funciones relevantes en la vida cotidiana de la institución.

Desde un lugar más que visible y preponderante el cardenal Norberto Rivera Carrera escuchó a Francisco decir: “No se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los ‘carros y caballos’ de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la ‘columna de fuego’ que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor”. Un punto a resaltar es que, mientras descalificaba las seductoras estratagemas faraónicas que cooptan el ministerio a los altos ministros católicos, fue la clase conformada por neofaraones (políticos y empresariales) la que hizo posible su visita a México.

Francisco ha logrado posicionarse como quien está tomando medidas para sancionar los abusos sexuales perpetrados por clérigos católicos. De nueva cuenta, como en otros temas problemáticos para la Iglesia católica romana, el público en general ha tomado con esperanza las directrices papales. Por otra parte, organizaciones de larga trayectoria en la defensa de quienes han sufrido la pederastia clerical señalan incongruencias entre el decir y hacer de Francisco sobre el espinoso tópico.

Por una parte el Papa ha pedido perdón a las víctimas de abusos sexuales cuyos depredadores fueron sacerdotes católicos. Por otra, ha evadido referirse al encubrimiento institucional que hizo posibles reiterados abusos y la impunidad a pederastas seriales. Francisco canonizó a Juan Pablo II en vistosa ceremonia el 27 de abril de 2104. Precisamente fue durante el papado de Juan Pablo II cuando estallaron, literalmente, los escándalos de pederastia clerical. El asunto de los ataques pederastas clericales le costó hasta febrero de hace tres años a la diócesis de Los Ángeles 740 millones de dólares en indemnizaciones a las víctimas.

En marzo del año pasado el teólogo suizo Hans Küng envió una misiva al papa Francisco (http://elpais.com
/elpais/2016/02/26/opinion
/1456503103_530587.html
), en la cual subrayaba la necesidad de una renovación a fondo de la Iglesia católica, ya que, consideraba, la institución vivía la peor crisis de credibilidad desde la Reforma protestante. Es oportuno recordar que por haber cuestionado la infalibilidad del Papa a Hans Küng le fue retirada el 18 de diciembre de 1979 la licencia para enseñar como teólogo católico. El documento de Küng concentra, me parece, un programa de transformación eclesiástica que de impulsarlo Francisco, y otros sectores de la Iglesia católica, sí pondría a la institución en mejores condiciones para ser relevante en el mundo contemporáneo. Hasta ahora no se vislumbran iniciativas de fondo para acometer por parte de Francisco una ruta como la señalada por el todavía proscrito teólogo.