Andanada contra la Constitución local
El asunto no es de ahora
Las muchas piedras en el camino
n esta historia sólo había una consigna: impedir, de cualquier forma, que la capital de México tuviera su Constitución. Pero el asunto se les fue de las manos; no pudieron controlarlo. Ya hay Constitución en la Ciudad de México y ahora la consigna se renueva: hay que destruirla.
Con alarma que llega al espanto, el poder conservador manifiesta desde la Procuraduría General de la República su indignación porque el texto constitucional quede impregnado de contenidos ideológicos
y reniega de que pudiera poseer un profundo trasfondo político-social
.
Las consideraciones de índole ideológica que hace la PGR suponen que lo discutido y aprobado por la Asamblea Constituyente está tan cercano a lo que los habitantes de la ciudad requieren, que causa miedo, terror y angustia a quienes pretenden mantener a la gente de la Ciudad de México limitada en sus derechos respecto de los ciudadanos de otras entidades del país.
Hoy, a la luz de los hechos, todo parece formar parte de una celada en la que se pretendía demostrar que no era posible, en las condiciones que se dieron, redactar, discutir y aprobar una ley superior; sin embargo, se hizo, y el comando que encabezaba César Camacho fracasó en su intento de impedirlo.
Y si al final de cuentas el PRI, más que ningún otro partido, decidió otorgar
a la gente del entonces Distrito Federal la posibilidad de conseguirse una ley fundamental que definiera sus derechos y sus libertades, nunca le ofreció, aclara la PGR, la posibilidad de igualarse a las otras entidades de la República.
Se impusieron tantas condiciones, para empezar, que se apostaba en el papel, es decir, antes de iniciar cualquier acción, que quienes negociaban en favor de la idea de un texto fundacional para la Ciudad de México rechazarían los términos que se imponían, por ejemplo, para la integración de una Asamblea Constituyente, pero se aceptó.
El PRI buscaba montar vigilancia, policías políticos, en la Asamblea, de tal forma que, llegado el momento, impidieran que lo imposible se realizara. Para ello, desde Los Pinos y el PRI se aseguraron de arrebatar a los ciudadanos la oportunidad de decidir, con su voto, quiénes serían sus representantes.
Por dedazo –en contra de cualquier precepto democrático– se designó a los diputados que nunca hubieran podido ocupar una curul mediante el voto, y que serían el cuerpo (21 personajes) de contención frente a las ambiciones políticas de las izquierdas. Ninguna concesión. Se pretendía que el texto sólo fuera algo así como un reglamento atado al artículo 122 de la Constitución General de la República, pero se concedía (a los ciudadanos) poder llamar al reglamento: Constitución.
Y no sólo eso, para limitar el acceso a la Asamblea se negó cualquier salario para quienes participaran en la labor, y se limitaron los gastos de operación. Con ello se impedía que los participantes pudieran trabajar de tiempo completo en las discusiones y en la construcción del texto, pero al final se hizo el esfuerzo y se trabajó, a veces sin descanso, para tener el documento final.
Pero también se levantó un muro en el tiempo. Sólo habría cuatro meses para fijar las reglas de convivencia en una ciudad con las complejidades de la capital del país. Nadie estaba obligado a realizar lo imposible, pero todos tenían ganas y, pese a todo, se logró.
La pretensión de hacer que fracasara la intentona impuso, a sabiendas de la composición perversa de la Asamblea, que los artículos se aprobaran por mayoría calificada, lo que obligaba a consensos que parecían imposibles entre las diferentes doctrinas políticas que componían el cuerpo legislativo, pero hubo acuerdos.
Pese a todo, el texto constitucional se entregó en tiempo y forma, y ahora se le ataca considerando dos aspectos: primero, que se convirtió en una verdadera Constitución, que no reglamento; y segundo, que con ella se pretenda igualar en derechos a los ciudadanos de la capital con los de otras entidades de la República. Si llegara a triunfar la inconformidad de la PGR –es la única que conocemos–, bien valdría la pena preguntar –por los métodos jurídicos que nos permita el conservadurismo– si deseamos seguir siendo la capital de México, porque a fin de cuentas lo que pretende el reclamo oficial es excluirnos, marginarnos, y eso sí va en contra de los derechos humanos. Por eso ahora habrá que preguntarnos si queremos seguir siendo la capital de México, con esas condiciones de marginación, discriminación y aislamiento.
De pasadita
Vaya que en el ámbito electoral de esta ciudad trota sin fatiga un caballo negro, que si bien no aparece en los primerísimos lugares de las encuestas que señalan a quienes podrían sustituir a Miguel Ángel Mancera, si este dejara la jefatura de Gobierno para lanzarse en pos de la candidatura a la Presidencia de la República, sí se sabe señalado por mucha gente como uno de los posibles, pero él sigue tan campante.