n uno de los pabellones más sórdidos del hospital, un joven estudiante fuera de sí murmura contra la vileza humana, el desamor, la crueldad de los fuertes, los demonios que tuercen la verdad. Cuando la angustia lo supera, vocifera y se golpea la cabeza contra la pared. Entonces el guardia, que hasta ese momento dormitaba, lo somete con bastonazos y chorros de agua fría.
El director del hospital es un hombre de familia, culto, sensible, digamos que normal
. Podría (tiene poder) tomar medidas para acabar con la impiedad y corrupción que impera en la institución. Pero no quiere. ¿Qué puedo hacer yo –se lamenta– frente a la podredumbre que infecta al sistema? El director siente que cualquier esfuerzo será inútil, y no vaya a ser que, si algo emprendiera, sus colegas lo tomen por loco.
Rodeado de mediocres, el director descubre que el joven internado es un buen interlocutor y trata de llevarle sosiego. “Un espíritu verdaderamente filosófico –le dice– no depende de las cosas exteriores. Se puede ser feliz en cualquier sitio.” El joven lo trata de pusilánime y cobarde: ¿qué sabes tú del sufrimiento?
Y sin que ambos se den cuenta, las pláticas empiezan a ser oídas por otro médico, que ambiciona la dirección del hospital.
Hasta que un día, el director advierte que nadie acude a su llamado para abrir el grueso y oxidado candado del pabellón. Por primera vez en su vida, el juicioso y sensato señor enfurece y se rebela, desatando un escándalo. Es inútil. El otro médico le ha tendido una trampa. Una vez más, el sistema ha triunfado.
(El articulista presenta sentidas disculpas por haber cometido la locura de resumir, en cuatro párrafos, el sugerente y aleccionador relato La sala número seis, de Anton Chéjov, que en su momento conmovió a un joven llamado Lenin.)
Ahora bien. En la última entrega de su valiosa columna American Curios, David Brooks nos puso al tanto de un diagnóstico sobre la salud mental del presidente Donald Trump, elaborado por varios expertos estadunidenses. Trump, aseguran, “…representa una amenaza para el país y el mundo” (Manicomio
, La Jornada, 27/2/17).
Carezco de credenciales para debatir el asunto. No obstante, nunca supe bien qué quiere decir la expresión salud mental
. Sólo puedo remitirme a lecturas poco alentadoras acerca de la situación del sicoanálisis y la siquiatría en Estados Unidos. Disciplinas totalmente cautivas por la medicalización de la salud (de cualquier tipo de salud) en aquel país, y las copiosas estupideces que cultivan las alegres escuelas
del myself.
Prefiero, mejor, apuntar que en 1909, cuando Sigmund Freud y Carl Jung llegaron a Nueva York, el padre del sicoanálisis quedó extasiado con los rascacielos y, volviéndose a Jung, dijo: ¡Si supieran qué dinamita les traemos!
(Mircea Eliade, Fragmentos de un diario, 25 de agosto de 1952).
En septiembre de 2001, luego del ataque a las Torres Gemelas, un sicoanalista que trabajaba en una clínica siquiátrica de Tlalpan me contó que un par de pacientes allí internados se dijeron con ojos desorbitados frente al televisor: ¡estos sí que están locos!
Perdón… ¿alguien supo, finalmente, quiénes fueron los autores del megatentado que trastornó de raíz todos los escenarios de la política mundial? El gobierno impidió que el Congreso investigara la tragedia y, a partir de entonces… nada en firme.
Simultáneamente, un libro del periodista Ron Kessler (quien tuvo el privilegio de trabajar en la Casa Negra), volvía a venderse como pan caliente. En Inside White House (1996), Kessler aseguró que “…el número de los dependientes de la presidencia que son atendidos por siquiatras y sicólogos supera ampliamente el porcentaje del promedio nacional (…) Si la gente supiera lo que sucede detrás de las rejas de Pennsylvania Avenue, enloquecería”.
Eran los tiempos en que el cuerdo
presidente W. Bush decía: “Yo sé en qué creo. Continuaré articulando lo que creo y lo que creo es… yo creo que lo que creo es lo correcto”. Y tampoco deseo recordar a Nixon, Reagan, papá Bush, Clinton, Obama, quienes junto con los grandes medios de su país llevaron al mundo la concordia, la paz mundial y el derecho a la libertad de expresión
.
¿Qué si Trump representa “…una amenaza para el país y el mundo”? Desde este lado del muro, sabemos que todos los gobiernos de Washington han sido rematadamente cuerdos. Y sin recurrir a un tedioso inventario de verdades verdaderas
, me remito también a lo dicho por otro filósofo loco:
“…los presidentes de Estados Unidos son la emanación del poder mundial tal como es, y dirigen a su país de la misma manera en que ejercen su hegemonía sobre el resto del planeta” (Jean Baudrillard).
Releamos el cuento de Chéjov, en el que quizás podamos despejar la niebla de algunos malos entendidos:
a) el primer personaje está supuestamente loco;
b) el segundo doblega al loco con violencia;
c) el tercero es cuerdo, pero expía sus culpas con el loco, y
d) el cuarto se apoderó del sistema, para decidir a qué locos hay que encerrar ahora.
Adenda: todas las analogías son válidas.