Martes 21 de febrero de 2017, p. 6
Hoy, hace una década, cambió de forma.
Dicen que su departamento en los edificios Condesa sigue oliendo a él, que sigue siendo habitado por él, que su presencia cohabita con su ausencia.
Todo sigue en su lugar, a excepción de los cerros de ejemplares de La Jornada y sus más de 600 latas de película. Los periódicos fueron intercambiados a través de una agencia recicladora por botellas de tequila y todas esas latas que forman el archivo fílmico más importante en México de la segunda mitad del siglo XX duermen el sueño de los justos en la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Desde 2009, en que fueron dadas en resguardo, no ha pasado nada o casi nada. Sólo se sabe que las 600 latas fueron vaciadas en latas más grandes por cuestiones de espacio. La idea o el sueño era que fueran clasificadas y digitalizadas en la medida de sus posibilidades. Ni uno ni otro sueño se han realizado.
En 1995 mi padre me invitó a hacer con él la serie Luz de la memoria para Canal 22. Durante cinco años fui su achichincle en la confección de casi 50 documentales.
Era así, más o menos. Julio se acordaba de que tenía una entrevista con la viuda de Traven hecha hacía 20 años. En el fondo de la cocina hay un cuartito que hace cien años cumplía la función de alacena. En éste mandó a hacer unos lateros
donde estaban acomodados todos sus materiales. Por un orden que sólo él conocía hallaba la lata donde se encontraba tal entrevista. Luego la checaba en su moviola y más tardeo íbamos a un estudio donde se pasaba el original a video para poderlo trabajar. Además de cargar los materiales me tocaba apuntar tiempos y hacer notas, luego de regreso en los Condesa me ponía a transcribir la entrevista que había hecho Eduardo Lizalde y filmado Julio. Una maravillosa mancuerna que funcionó durante muchísimos años, sobreviviendo a los temporales ideológicos, anclada en una impertérrita amistad. Luego Julio checaba imágenes y fotografías e iba elaborando el guion. A mí me tocaba la investigación en libros y periódicos. Poco a poco íbamos trabajando toda esa masa de imágenes y palabras hasta que quedaba lista para el horno de la posproducción que operaba diestramente Gerardo Mendieta.
Durante decenas de años esos materiales estuvieron almacenados en ese cuartito al que no le daba el sol y que tenía la temperatura y sequedad necesarias para que se conservaran impecablemente. Armado con sus inmaculados guantes blancos Julio los tomaba entre sus manos y los extendía sobre sus ojos. Algunos se remontaban a los primeros años de la década de los 50.
Hoy todos tenemos acceso a esa chingamuza, diría Julio, que registra imágenes. En aquel entonces contadas eran las personas que tenían el privilegio de operar una cámara de cine. Lo insólito y lo maravilloso del archivo de Julio estriba en que no sólo tenía una cámara, sino que tenía la curiosidad y la imaginación de filmar lo que nadie filmaba. ¿A quién se le iba a ocurrir filmar a principios de los años 60 a un escritor comunista y borracho que entraba y salía de la cárcel? Todo el material en torno a José Revueltas es un verdadero tesoro invaluable, del que se hizo uso y abuso hace poco en el centenario de su nacimiento.
Por esa época apareció alguien que jugaría un papel muy importante tanto a nivel profesional como emocional en la última y crucial etapa de la vida de Julio: Ernesto Velázquez, a la sazón subdirector de programación de Canal 22. El cariño y el impulso de Ernesto acompañaron a Julio desde entonces. Ya como director de Tv UNAM volvió a apoyarlo en la producción de una docena de documentales históricos a la vez que despertaba de su ininterrumpido letargo a esa institución universitaria. La confianza y el cariño mutuo los fundió hasta el día de hoy.
Según el propio Julio, sólo 20 por ciento de sus materiales fue utilizado para realizar los documentales para Canal 22 y Tv UNAM. Así que quedan cientos de latas por explorar antes de que se esfumen, literalmente, a la espera de un verdadero milagro.
Tras la muerte de Julio, su hermana consentida conoció al nieto de su hermano consentido, que éste no llegó a conocer, y al verlo se puso a llorar y a gritar: ¡Dios mío, rencarnó el Pelón! Julio nunca fue sensible a toda esa ola esotérica que sustituyó una moda por otra, pero a veces me pregunto qué diría si viera a su nieto corriendo por su casa como si fuera su casa, comiendo cacahuates y chiles manzanos, igual que él, sacudiéndose las blancas manos si se le ensucian por casualidad, igualito que él, o encendiendo todos los días una veladora en el altar de muertos dedicado a su abuelo en la sala de su departamento.
Al principio dije que hoy hace 10 años Julio Pliego cambió de forma porque me acordé de lo que decía el jefe Seattle: no hay muerte, sólo un cambio de formas.
De cualquier forma, hoy que todo el mundo puede captar imágenes y que no les alcanza más que para captarse a sí mismos, ahí están las imágenes que un hombre captó del mundo a su alrededor durante medio siglo y de aquello que él llamaba, esta pambacera vida.