De la propiedad de sus insumos
rosso modo, los países de Occidente (Europa, Estados Unidos y sus respectivas ex colonias en Sudáfrica y Australia), además del norte de África y Asia Central, viven de pan, es decir, de los distintos cereales de la familia botánica Triticum, que aportan a sus poblaciones los azúcares lentos indispensables para el pensamiento y el movimiento humano; mientras los países de Oriente encuentran estos glúcidos en las variedades del Oriza sativa, familia botánica del arroz, en tanto que los países subsaharianos y las islas tropicales de Oceanía, así como los de regiones alrededor de la línea ecuatorial en América encuentran el alimento fundamental del ser humano en tubérculos farináceos como el ñame (Dioscorea spp), la yuca (Manihot esculenta), los camotes (Ipomoea batatas) y las papas (Solanum tuberosum). A todos estos alimentos fundamentales se añaden los complementos proteínicos vegetales, las leguminosas, que existen en dichas regiones geográficas, respectivamente lentejas, garbanzos, habas, en Occidente, frijol de soya, chícharos y otros en Oriente, especies como la Microberlinia brazzavillensis y la Albizia tanganyicensis en trópicos africanos y del Pacífico…
Los tratados comerciales bilaterales y multilaterales no han arrebatado aún a los habitantes de dichas regiones el control de la propiedad de estos insumos en que basan históricamente su manutención y sus culturas, es decir, sus cocinas, que son la base misma de aquellas. Y, aunque es verdad que, por ejemplo, India ya depende en parte de la importación de sus alimentos básicos provenientes de Canadá y Estados Unidos, nadie se ha visto tan afectado como México por la mundialización del comercio que nos ha arrebatado la producción del maíz, no para consumo humano, ¡ojalá así hubiera sido!, sino para consumo animal, porque los animales engordan con poca grasa si son alimentados a base de maíz, así como para estudios de laboratorio y ensayos de biotecnología, porque este grano sagrado nuestro posee genes más manipulables que otros, y para otras industrias, porque con las distintas partes de la planta se pueden fabricar aceite y alcohol, combustible para aviones, silicones, adhesivos, cartones, sustancias para la industria alimentaria… en fin.
Las características de nuestro maíz lo hicieron objeto de una codicia desmedida de la industria trasnacional durante la segunda mitad del siglo XX y, hasta la fecha, con el aparentemente imparable avance de las compañías que quieren sembrar maíz transgénico al lado de nuestras variedades criollas, o los monocultivos que lo han sacado de la compañía benefactora y protectora de las plantas que durante más de 8 mil años lo acompañaron, como el frijol y el chile, tomates y cucurbitáceas, yerbas quelites, en fin, plantas de una riqueza de variedades semejante a la del propio maíz.
Pero ahora y curiosamente gracias a las bravuconadas de Trump, respecto de la revisión del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) respecto del acotamiento del libre mercado con un relativo regreso del proteccionismo del Estado (cosas ambas que estremecen y aterran a muchos) a nosotros, en vez de poner el grito en el cielo, nos parece que podríamos relanzar nuestra idea fija, al lado de nuestros compatriotas organizados y conscientes, de aprovechar esta oportunidad histórica para recuperar el control de la producción de nuestro maíz y nuestro frijol (y nuestros lácteos ¿por qué no?) sacando su producción nacional del destructor TLCAN y apoyando las originales y productivas milpas. Lo que nos consolaría del desperdicio de la declaratoria de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura acerca de las cocinas mexicanas como patrimonio de la humanidad, que no sirvió para este proyecto reivindicativo, como fue nuestro objetivo al lanzar dicha iniciativa en el año 2002, en estas páginas.