En las manos de Mitsuko Uchida esa transfiguración es algo rico, familiar e infinito
Viernes 17 de febrero de 2017, p. 4
Cuando Artur Schnabel dijo que las sonatas para piano de Mozart eran demasiado fáciles para niños y demasiado difíciles para adultos
, hablaba de simplicidad. Se requiere tanto humildad como destreza para acometer esas obras ingenuas, y no hay muchas más cándidas que la Sonata en do mayor K545, con su pureza de notas blancas y su encanto de cajita de música.
Es una inteligente elección para abrir un concierto. Antes de llegar a la primera repetición, Mitsuko Uchida había retirado limpiamente el tapete debajo del concepto de recital de virtuoso, argumentando, con el elegante fraseo de cada escala y la inmaculada cadencia, que el verdadero talento está en la contención.
Pero, una vez demostrado esto, Uchida se compadeció y nos regaló una hora de Schumann (Kreisleriana y la Fantasía en do mayor) que combinó la misma humildad técnica con una nueva descarga emocional. El Schumann de Uchida es delicado y lleno de gracia, que alcanza su punto culminante durante momentos de sencilla belleza: la coda semejante a un coral de Ser Rasch, de Kreisleriana, o la gentil bocanada de aire que abre el Sehr Iangsam. Las partes heroicas eran menos pronunciadas, aunque sopesadas con cuidado y controladas en el resplandeciente movimiento central de la Fantasía: densas nubes negras de tormenta pintadas con precisión en la apertura.
Comenzar y terminar un recital en do mayor es un regreso a los principios, a la primera escala que cualquier principiante comienza a tocar con tanto trabajo. En las manos de Uchida esa simplicidad es transfigurada: ya no es una clave de notas blancas, sino algo rico, familiar, pero a la vez infinita y maravillosamente extraño.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya