os peores presagios se cumplen. Estados Unidos está gobernado por un empresario que únicamente obedece a su ego y afiebrados sueños de grandeza imperial acompañados por una visión apocalíptica. Donald Trump, el elegido, ha llegado para sembrar el mundo de guerras, miserias y destruir el planeta. Sus discursos y deseos se unen a una cosmovisión repleta de enemigos cuyo objetivo sería destruir Estados Unidos. Imbuido de ese halo apocalíptico, Trump representa a millones de estadunidenses que han sido abducidos por el discurso reaccionario de ambos partidos, el Republicano y el Demócrata.
Su éxito radica en potenciar el miedo y los fantasmas de una sociedad carcomida por la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la falta de seguridad y la pérdida de referentes morales. Los atacan, envidian su forma de vida, su libertad. Hay que defenderse, no escatimar recursos. Enfrentar el problema. Si es necesario, cerrar compuertas y rearmarse. Iniciar una guerra de anticipación. Bienvenida sea.
Los mensajes de estar viviendo una trama urdida para socavar su identidad, sus tradiciones, aquello que se vino a llamar el modo de vida americano, se imponen. Baste un ejemplo actual. La supuesta intervención de países enemigos para impedir, desestabilizar y evitar el triunfo electoral de Donald Trump, aderezada con la acusación de fraude electoral en pro de Hillary Clinton. El mundo al revés.
Donald Trump representa a parte del pueblo estadunidense que vive con miedo al futuro. Deseoso de contar con un mesías que les escuche, interprete y sea capaz de ganar la batalla contra el infiel, el terrorista y el indocumentado. No hay medias tintas: su Führer deberá ser implacable, tomar decisiones poco ortodoxas, enfrentar al establishment. Cumplir su deber, llevar a cabo la limpieza étnica, purificar la política, encumbrar la económica y rescatar su cultura amenazada de muerte por el mestizaje y la pérdida de patriotismo. No hay marcha atrás. Es el castigo divino impuesto al pueblo norteamericano si quiere reconquistar el poder mundial.
Una elevada proporción de ciudadanos estadunidenses pide a gritos que cumpla sus promesas. Sus decisiones pueden tener detractores. Los hay, y son muchos. En el plano interno, colectivos de mujeres, organizaciones ecologistas, movimientos por la paz, derechos civiles, jóvenes, migrantes, actores e intelectuales. Internacionalmente no le va mejor. La decisión de seguir levantando el muro en la frontera con México, que ya tiene cientos de kilómetros y hacerlo pagar al pueblo de México, abre otro frente.
La salida y ruptura de los acuerdos firmados para el libre comercio en la zona del Pacífico sur es una paradoja. El cuestionamiento de la OTAN, pronosticar la desaparición del euro en dos años y las continuas amenazas a las trasnacionales si no invierten en territorio estadunidense suponen romper la baraja. Sus declaraciones en apoyo de Israel y de colonizar las zonas ocupadas con asentamientos es otro golpe al tablero. No menos ha sido avalar el uso de la tortura.
Las formas histriónicas del quehacer de Donald Trump son lo menos importante. Si tras la guerra fría se impuso la visión del actor racional en sus variables multipolar, bipolar rígido y polo a polo, dentro de la llamada balanza de poder esta visión ha sido cuestionada, de ahí el peligro. Según dicha doctrina, seis puntos son esenciales para su éxito. 1) incrementar capacidades, pero negociar antes que pelear; 2) pelear antes que dejar de incrementar capacidades; 3) dejar de pelear antes que eliminar un actor esencial; 4) oponerse a toda coalición o actor individual que asuma una postura predominante dentro del sistema; 5) limitar o imponer restricciones a aquellos actores que acepten principios organizacionales supranacionales; 6) permitir que los actores nacionales esenciales derrotados o limitados puedan reingresar al sistema como socios. Hoy se impone la guerra de anticipación. Su triunfo en el medio o largo plazos son imprevisibles.
Mientras tanto, Donald Trump conecta con hombres, mujeres, jóvenes, afroamericanos y migrantes, para quienes la democracia USA es una quimera, perdió credibilidad y los deja huérfanos de liderazgo mundial. Castigo divino por no intervenir y limpiar al país de indeseables. Sheldon Wolin, uno de los intelectuales estadunidenses más brillantes, vaticinó en 2008 la conformación de un superpoder en el que el fantasma del totalitarismo invertido se adueñaría del país. En su obra Democracia SA encontramos algunas respuestas a lo que acontece: Para actuar anticipadamente, para lograr que todos estén conscientes de su poderío, superpoder se considera exento de las limitaciones impuestas por los tratados (...) La guerra al terrorismo, con énfasis en la seguridad interna que la acompaña, presupone que el poder del Estado, ampliado ahora por las doctrinas de la guerra de anticipación y liberado de las obligaciones de los tratados y las posibles restricciones de los organismos judiciales internacionales, puede volverse hacia el interior, en la confianza de que en su persecución interna de los terroristas, los poderes que reclamaba, como los poderes que había proyectado hacia el exterior, no serían medidos por estándares constitucionales ordinarios, sino por el carácter siniestro y ubicuo del terrorismo en su definición oficial. La línea hobbesiana entre el estado de naturaleza y la sociedad civil comienza a fluctuar
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De la balanza de poder a la guerra de anticipación. Nada parece atemperar el carácter bravucón y la incontinencia verbal de Donald Trump. Y ahora, ¿qué? Su mandato será cuestionado. Las salidas del establishment: juicio político, golpe de Estado. Se abren las alternativas.