n hecho muy alentador durante la marcha masiva de protesta realizada el sábado pasado en Washington contra el presidente de Estados Unidos Donald Trump fue la presencia de un grupo de mujeres científicas, quienes portaban batas blancas, gorros color rosa y carteles con leyendas en las que se podían leer frases como: En defensa de la ciencia
y La ciencia no discrimina
, entre muchas otras. Al internarse entre la multitud, el grupo era recibido con múltiples expresiones de simpatía hacia la ciencia, como lo registra Sara Reardon en una nota publicada este domingo en la revista inglesa Nature.
Este hecho tiene profundos significados. La protesta de este grupo tiene que ver, desde luego, con el rechazo a la misoginia del actual presidente estadunidense, probada en varios episodios antes y durante su campaña, así como con la defensa del importante papel de la mujer en el desarrollo de la ciencia y la búsqueda de la equidad. Pero, además, se relaciona también con la preocupación por el futuro de esta actividad en aquella nación, ante las concepciones del ahora presidente Trump y su equipo –antes de prestar juramento– como la negativa a aceptar la evidencia científica sobre el cambio climático o asociar la vacunación infantil con el autismo. (En estos temas ya se aprecia una postura menos radical de los colaboradores de Trump en sus comparecencias ante el Senado.)
Entre los testimonios recogidos en la marcha, uno que llama la atención, pues se relaciona con nosotros, es la preocupación de algunos asistentes sobre el posible impacto sobre la colaboración científica internacional por la postura de Trump en materia de migración y la posibilidad de que científicos extranjeros puedan estudiar y trabajar en Estados Unidos. “Trump se ha comprometido a construir un muro a lo largo de la frontera con México y a instituir un ‘control extremo’ de las personas que quieran venir”, escribe Reardon.
Lo anterior es una muestra (que por cierto no es la única) de la postura de la comunidad científica de Estados Unidos respecto de la colaboración internacional en materia de ciencia y tecnología con todos los países, en particular con México. Para los científicos, el conocimiento no tiene fronteras y hay una relación muy fuerte entre instituciones e investigadores en los dos lados de la frontera que es muy difícil revertir, pero que puede ser obstaculizada como parte de una política migratoria muy restrictiva, como la que quiere imponer el actual gobierno de Trump. Como sea, no es posible desconocer que nuestro país cuenta con importantes aliados en las áreas científicas y tecnológicas dentro de Estados Unidos.
Muestra de ello es también que diversas instituciones educativas en el país vecino han expresado desde diciembre pasado su solidaridad con estudiantes cuya situación migratoria es irregular. Se han creado los campus santuarios
para proteger a los alumnos indocumentados en algunas como la Universidad Estatal de Portland y la Rutgers en Nueva Jersey, e iniciativas semejantes se han emprendido en otras instituciones como las Universidades Estatal de Arizona y de Illinois. Incluso voceros de la Universidad de Pensilvania, alma mater de Trump, han declarado que impedirán a los agentes federales que no cuenten con orden judicial llevarse de sus instalaciones a los estudiantes que radican en ese país sin autorización legal. Otras iniciativas en la misma dirección se han expresado en Nuevo México, California, Georgia, Minnesota y Texas, lo cual muestra la solidaridad con los estudiantes extranjeros, muchos de los cuales son mexicanos.
Lo anterior permite arribar a una primera conclusión: las nuevas relaciones entre México y Estados Unidos deben considerar no sólo a los gobiernos de los dos países, sino incorporar a las instituciones de enseñanza e investigación, donde México puede encontrar el respaldo de numerosos aliados, con quienes desde ahora se debe trabajar en los terrenos diplomático y académico.
Pero a pesar del optimismo que puede generar lo anterior, no conviene olvidar que el discurso de Trump ha exacerbado también el odio racial en algunos sectores, que puede convertirse en algo intolerable para algunos científicos y estudiantes mexicanos.
Si bien las relaciones con instituciones científicas estadunidenses pueden seguir una dinámica propia, hasta cierto punto al margen de Trump, gracias a su propia autonomía y diversidad de fuentes de financiamiento (que no dependen exclusivamente del gobierno central), la política antimigrantes sí puede dañar seriamente a los estudiantes e investigadores radicados en Estados Unidos. Es aquí donde los mexicanos debemos ser los mejores aliados de nuestros compatriotas.
Por ello adquiere gran importancia el mensaje del rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, Enrique Graue Wiechers, quien ha dicho que la institución que encabeza está preparada para apoyar y dar cobijo académico a los estudiantes que pudieran ser deportados. En el caso de los investigadores que se vieran obligados a abandonar el país vecino, es necesario tomar muy en serio la reactivación del programa de repatriación de científicos que durante varios años fue muy relevante para recuperar a los jóvenes recién graduados y en el fortalecimiento de la planta académica en las instituciones nacionales, la cual sería ahora una muestra de solidaridad también con nuestros connacionales más calificados, quienes además podrían jugar un papel de gran importancia en el desarrollo del país.