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Venezuela ¿Cómo llegamos hasta aquí? Diego Griffon Instituto de Zoología y Ecología Tropical, Universidad Central de Venezuela [email protected] “Más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños…”
La gigantesca fila para entrar al mercado se extiende hostil siguiendo cansadamente el perfil de las aceras. Desconcertados –también con resignación y enojo–, nos preparamos para una espera que puede durar demasiado. Algo… una pregunta, flota pesadamente en la atmósfera: ¿Cómo es esto posible? La respuesta: un ejercicio urgente y necesario para la izquierda latinoamericana. La explicación es históricamente larga, demasiado, aquí sólo visitaremos las dos décadas pasadas, aquellas coincidentes con la irrupción y el despliegue del proceso sociopolítico llamado chavismo. Como sabemos, olvidadas esperanzas enraizaron en un discurso que rescataba lo autóctono y lo prometía todo. Comenzó –era justo– por el rescate de las tierras secuestradas, visibilizando a la vez el ser campesino. Para lo primero, una Ley, la de Tierras y Desarrollo Agrario, de 2001; lo segundo: un discurso de tonos épicos. Las velocidades desiguales dejaron rezagados a los apenas incipientes movimientos campesinos, la iniciativa se asentó en el gobierno. Así, sin querer, cuajó una relación clientelar que dejó por fuera –en lo fundamental– a quien estaba llamado a ser protagonista. Dos estrategias y una concepción ensombrecieron aún más el horizonte: Las decisiones, tomadas en una aislada y demasiado sorda oficina en la capital. La ejecución, responsabilidad exclusiva de un ministerio del campo anacrónico, burocrático y delirantemente olvidado. La concepción, la siempre hambreadora planificación centralizada de la agricultura. De la noche a la mañana, un conjunto de asustados oficinistas pasaron a ser responsables del cultivo de la tierra, en un intento apurado por ocupar la totalidad del sector. De esta manera, en un circense escenario de conflictividad, comenzó lo que luego se llamó Revolución Agraria. En ese lecho se gestó el golpe de Estado. Cuando las esperanzas se ahogaban, la subida de ola de los precios de los commodities le compró tiempo al sueño. Pero, el maremoto también despertó un hambre insaciable por el gasto, que si bien se repartió con más justicia, nunca tuvo un rumbo claro. Jamás se planteó con seriedad darle un sustento propio a las nuevas formas, todo era impúdicamente dependiente del chorro de billetes que brotaba de forma descontrolada de los pozos de petróleo. En el campo germinaron un sinfín de programas, todos descoordinados, improvisados y mal administrados… y, para no ocultar, carcomidos de corrupción. Los asustados funcionarios apostaron por lo fácil. Sin el respaldo de una convicción, ofrecieron como nuevo, lo viejo: el patrón tecnológico dominante y dominador. Así, en una sorprendente disociación entre palabra y acción, se cautivó a multitudes con un discurso emancipador, que a su vez dibujaba cómplices sonrisas (y manos frotadas) en los representantes locales de los dueños de las semillas y tecnología. Lo que tenía que pasar, pasó: el dinero cayó en saco roto. Por su parte, los privados –la gran escala industrializada–, derrotados por el despecho de un triunfo y una venganza que nunca llegaron, poco a poco se fueron desvaneciendo… y con ellos su aporte a las mesas del país. La ensordecedora algarabía de los multitudinarios discursos ocultó lo que se cocinaba a fuego lento. Si en alguna noche de desvelo los fantasmas asomaron sus rostros, la certeza del dinero que no faltaba, los exorcizaba. Se instauró una nueva y nunca confesada política alimentaria, anclada en un andamiaje cambiario explícitamente diseñado para favorecer lo de afuera. Con este insólito y cortoplacista dumping a la producción interna, se sacrificó –en una alharaca populista– gran parte de lo que quedaba del sector. Así, cuando la ola de los grades precios se disipó en la orilla de la realidad, desaparecieron los productos básicos, se dispararon los precios de los alimentos, se cubrió el país de desesperantes y desesperadas filas y se adelgazó de hambre e impotencia. Muchos –desgarradoramente– se vieron obligados a recurrir al contenido de los basureros. Todo tan real como que el día sigue a la noche. Tal real, igualmente, como que muchos otros, en inconfesables cálculos políticos, han auspiciado y potenciado la debacle que aquí se ha bosquejado. Así, también se pulverizó una popularidad que parecía infinita. Para el final, lo que creo más importante: en medio de esta infernal situación, donde gobierno y oposición aprietan con egoísmo el cuello de una exhausta sociedad, hay algo que nunca ha faltado en los anaqueles, algo que si bien ha sufrido aumentos de precio, éstos han sido menores en comparación. Me refiero a la producción de base campesina: las hortalizas, las raíces y los tubérculos –todos, en el país, fruto de este tipo de agricultura–. Alimentos que literalmente le han salvado la vida a miles de personas, regalo de una agricultura cuya importancia aún hoy es subestimada. Evidentemente no se supo valorar (y apostar con sinceridad) a lo realmente importante.
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