Ni de cocacola… ¡gracias a Dios!
urante varios decenios, a partir de Estados Unidos fueron llegando a todos los continentes, de más en más como mancha de aceite en el agua, el pan de harina ultrarrefinada, llamado de caja por la forma cuadrada de sus rebanadas, a la vez que botellas de cocacola de todos los tamaños, desde los 150 ml como biberones hasta las de 2 litros o familiares que reinaban como símbolo de prestigio en mesas de madera o formica o cubiertas con plástico de colores o con manteles blancos en los banquetes de novia, bautizos y los bar mitzvah o sus equivalentes en otras culturas.
Luego, poco a poco, la ciencia y la consciencia se reunieron para denunciar la pobreza nutricional de este pan y la sospechosa mezcla adictiva y con demasiada azúcar de dicha bebida, y las ventas globales empezaron a bajar en algunos lados y en otros se estacionaron.
Entonces, las empresas respectivas aumentaron el porcentaje invertido en publicidad, pagando a los comunicólogos más sofisticados en cada relanzamiento. Así fue como la cocacola apareció en una película como un dios caído del cielo para los africanos, ofendiendo pública y mundialmente a los pueblos de ese continente. Y el osito del pan de caja fue el compañero de los sueños infantiles de varias generaciones que hoy ganan en primero o segundo lugar (como Slim), pero en obesidad y diabetes, no en la lista de multimillonarios.
Pero la publicidad no bastó a ambas representantes del mal comer (y beber) trasnacional, ante la cada vez mayor información que reciben los consumidores, por lo mismo, hicieron esfuerzos de mejorar sus productos: en un caso añadieron (al menos en las etiquetas) vitaminas y minerales, así como supuestos granos enteros (que hoy día, nos enteramos, son más peligrosos para la salud que si estuvieran ausentes del pan de caja); en el otro caso hicieron algo peor: sustituyeron el azúcar por endulzantes químicos que son un verdadero veneno. Componendas que sin embargo no levantaron las ventas lo suficiente como para justificar sus inversiones en ella. Tal vez por eso la de la bebida invirtió fortunas en convertir a un gerente de su empresa en presidente de su cocacolero país y luego compraron, año con año, árboles gigantescos de Navidad para poner en vez de esferas las corcholatas gigantes de su marca en la plaza principal de la misma golpeada nación, cuyos habitantes padecen graves enfermedades debido a la inducción subliminal y franca del consumo de azúcar; además, compraron científicos para que no divulguen la relación entre la ingesta de esa bebida y el cáncer cerebral que –dicen ellos– aún no está comprobada…
Lo último es la apropiación de una esquina en Madero y Palma del Centro Histórico de la CDMX, donde se exhibe la gama de refrescos que con nombres distintos, botellas variadas y colores vivos, en vez del cafinegro original, se exhiben, venden a precios accesibles y pueden tomarse, sobre varios metros cuadrados en dos plantas, alrededor de mesitas atractivas pegadas a barandales de vidrio, contemplando a los pasantes, como en París, diríamos algunos, aunque no todos hayan oído hablar de dicha ciudad y sus terrazas.
Por su parte, los panaderos del osito amplían también la gama de su productos (yo adoraba de niña los buñuelos azucarados en su bolsita) y diversifican su publicidad no sólo en México, sino en otros países que mencionaremos en otra entrega…
¿No les parece sospechoso, lectores de La Jornada, que se invierta tanto en publicidad? Si se supone que no es la demanda la que determina la oferta, ¿la publicidad crea o no demanda?
Creo que es tiempo de reflexionar sobre estos paradigmas de la globalización del libre mercado y tratar de sacar conclusiones respecto a los parámetros dentro de los que nos movemos y dictan la mecánica interna y externa no sólo de nuestras vidas, sino también las de quienes siguen tras de nosotros.