l reciente fallecimiento de la actriz Michèle Morgan, este diciembre a sus 96 años, me trajo a la mente varias imágenes precisas, vivas de nuevo, de Salvador Elizondo.
Fue él quien me habló por vez primera de la 10 veces seleccionada por el público la más popular actriz francesa
. Fue en 1967, en el café de la Facultad de Filosofía. Salvador sacó del bolsillo de su saco una pluma fuente dorada para dibujar algunos garabatos nerviosos sobre una servilleta. Era, tal vez, su manera de ayudarse a seguir el itinerario de su pensamiento atravesado por trazos rápidos que acaso representaban las respuestas de su interlocutor. O quizás, un recurso para evitarse ver la cara de éste y escapar así a todos esos gestos de un rostro que enmascaran las ideas.
En un momento dado, Elizondo dejó su pluma sobre la mesa y la tentación de tomarla en mi mano fue automática. Apenas la rocé. Salvador atrapó su pluma con la rapidez de un felino cuando salta sobre su presa. Me quedé sorprendida, viéndolo más esconder que guardar su estilógrafo.
La conversación continuó y Salvador volvió a sacar el objeto de su saco y a garabatear. Quise anotar el título de un libro mencionado por él y le pedí que me prestara su pluma.
–No, no se la presto a nadie –me dijo alzando la voz gutural, algo más gangosa cuando ponía énfasis en sus palabras.
–¿Por qué? No te la voy a robar –dije tratando de bromear y extendiendo el brazo para agarrar la pluma.
–Esta pluma nadie más que yo la utiliza.
–¿Por qué? ¿Qué tiene de especial? –pregunté con verdadera curiosidad.
–Me la obsequió Michèle Morgan.
–¿Quién? ¿Tu ex mujer?
–No. Michèle Morgan, Morgan. La encarnación de la elegancia francesa. Una de las más grandes actrices de cine. Me la regaló cuando supo que yo era escritor, bueno, que deseaba escribir. Era su pluma personal. “Pour que tu écrives avec elle”, me dijo.
Salvador me mostró su tesoro alzándolo ante mis ojos antes devolver a guardarla y me propuso dar un paseo por las islas de Ciudad Universitaria. A medio camino me detuvo por el hombro y me hizo pivotear frente a él. Me tomó el mentón para alzar mi cabeza y mirarlo a los ojos.
–Tu as des beaux yeux, tu sais? –me dijo con un tono de voz para mí, en ese entonces, desconocido.
Años más tarde, en una sala de cine de París, la voz de Jean Gabin, cuando pronuncia esta frase mirando los bellísimos e inolvidables ojos de Michèle Morgan en Quai des brumes, me recordaría paradójicamente la voz gutural de Elizondo al tratar de imitarlo.
El fetichismo de Salvador por este objeto, un estilógrafo sacralizado porque lo había poseído de un significado casi mágico que rebasaba el simple culto de un recuerdo, no era su única manía. Tenía muchas otras. Pero, ¿cuál escritor no sostiene una relación íntima, personal y singular con los objetos que utiliza para escribir?
En una carta escrita por Stéphane Mallarmé a su amigo Paul Verlaine, quien le había solicitado redactar su propia biografía para una antología que preparaba, Mallarmé termina con una confidencia donde se justifica por haber escrito con un lápiz para conservar a su texto el tono de una conversación en voz baja
. Lo que podría pasar por un detalle está, sin embargo, cargado de sentido.
En la actualidad, sería posible reconocer si un texto ha sido escrito con una pluma o con la ayuda de una máquina de escribir, si fue dictado o escrito sobre una hoja de papel. Y, muy pronto, aparecerán más y más textos surgidos de un teléfono celular con el lenguaje propio a estos instrumentos: abreviaciones, ortografía fonética, SMS, modos y sistemas en los cuales las nuevas generaciones se sienten más a sus anchas que con una pluma.
Así, la devoción de Salvador Elizondo por su precioso estilógrafo tenía también, de alguna manera, un sentido premonitorio. Deseó quizás sacralizar un objeto destinado a desaparecer y el cual era, no obstante, el instrumento de donde brotaron las obras que él leyó y amó.