Riviera Maya Jazz Festival
unque ciertas inciertas voces afirmaban que el Festival de Jazz de la Riviera Maya iba a ser suspendido este año, el buen oficio y la heroica obstinación de Darío Flota y Fernando Toussaint logaron evitar el naufragio. Y así, entre el bullicio y los clamores de una playa que poco a poco se vio desbordada por miles de jazzófilos de diferentes partes del planeta, la decimocuarta edición de esta fiesta (una de las más importantes a escala mundial) dio inicio el pasado 1º de diciembre.
Poco después de las ocho, en medio del bondadoso clima nocturnal de Playa del Carmen, apareció en escena el quinteto de Paco Rosas, estupendo guitarrista que ha hecho nombre y renombre más como músico de sesión que como jazzista. De hecho, en la rueda de prensa de esa mañana, donde Paco presentó su segundo cedé, At last, (a 16 años del primero), el guitarrista afirmó que no se trataba de un trabajo de jazz puro
.
Esto quedó claro durante su presentación. La tensión y el nerviosismo y la vacilante ecualización de los dos primeros temas fueron evidentes. La indiscutible calidad de los músicos y los estupendos solos de bajo de Iván Barrera no alcanzaron para rescatar al grupo de un marasmo que oscilaba entre el smooth jazz y algunos asomos de blues. Paco se notó incómodo buena parte del tiempo.
Poco después subía al escenario el septeto de Armando Montiel (demasiado joven para la celebridad que ya ha alcanzado). Era la primera vez este percusionista de mil batallas se mostraba al frente de su propia banda y los resultados, como todo mundo esperaba, fueron espectaculares.
Después de penetrar a solas en la noche con un intenso y breve y sutil recorrido por las tumbadoras, el septeto hace estallar una bomba que estremece a todos y todo lo que estaba a su alcance (y un poco más allá). Trompeta, sax-ewi, piano-teclado, contrabajo y tres percusionistas nos lanzan de un solo golpe todo el poder y el jícamo de latin jazz a la mexicana.
Nadie pretende descubrir el agua tibia. Los maestros se limitan
a verter los ecos del vigor y el señorío afroantillano en el corazón del Caribe mexicano. Es claro que el ewi (electric wind instrument) de Jako González reinventa la coloratura de esta siempre nueva tradición; pero todos son excelentes instrumentistas; todos escuchan, todos estallan, todos matizan. La gente también estalla después de cada tema y ovaciona y se rompe las manos aplaudiendo y no deja de insistir hasta que el conjunto regresa con el encore.
Un nuevo intermedio, un nuevo palomazo de las olas, y aparece lo que se estimaba el plato fuerte de la noche. El quinteto de Steve Gadd nos muestra de inmediato la columna vertebral de su propuesta: un discurso sutil y elegante, un omnipresente y delicado manejo de las escalas y los matices. Nunca un toque de más, nunca una nota de sobra.
Cada uno de sus temas, dosificados, estilizados, gentiles –sin caer un solo instante en lo edulcorado– contrastaba fuertemente con la atronadora tormenta que los había precedido. La sangre de los enarenados asistentes había tenido que enfriarse
de un momento a otro, y aunque algunos buscaron la salida para seguir con la guaracha, la mayoría permaneció y se adentró en las nuevas y bellísimas atmósferas que proponía uno de los músicos de jazz más importantes de estos tiempos (aunque Gadd haya tocado igual con Eric Clapton que con Tracy Chapman o James Taylor).
“What a beautiful place to make music” había dicho el maestro llegando apenas al escenario. Y feliz, sereno, totalmente complacido, se despedía con un What a great place to make music
. Sus piezas (una de ellas dedicada al pianista George Duke) se habían deslizado en una dinámica tan propositiva como amable. Fue, digamos, un remanso preciosista y delicado, casi etéreo, pero que nunca perdió intensidad.
Todos estábamos bien y de buenas. A lo lejos, en medio de la oscuridad, una delgada línea de luces nos avisaba que ahí estaba Cozumel, la pequeña isla que no había dejado de sonreír durante todo el concierto. Salud.