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Ver día anteriorDomingo 4 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El equilibrio requiere voluntad política
U

na vez más, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se ocupará del ya añejo –pero lamentablemente siempre renovado– tema de las desapariciones y desplazamientos forzados de personas en México, consecuencia de los recurrentes episodios de violencia que tienen lugar en distintos puntos del país, o simplemente a causa de la inseguridad que prevalece en ellos. Previsiblemente, el organismo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) se referirá al crecido número de desaparecidos, a los entre 150 mil y 200 mil desplazados (la cifra varía, según las organizaciones que se ocupan del tema) y a las desastrosas implicaciones que ambos fenómenos tienen para la sociedad. Con toda probabilidad, también emitirá una de sus recomendaciones al Estado mexicano, a fin de que éste adopte las providencias necesarias para mejorar la situación en ese terreno, y sin duda difundirá en los ámbitos de su jurisdicción (la misma de la OEA), el penoso cuadro de la situación que presenta este aspecto de nuestra realidad sociopolítica, así como las medidas que sugiere para modificar el actual estado de cosas.

De nuevo, entonces, se pondrá de manifiesto el laudable cometido de la CIDH; pero como contrapartida es posible que se evidencie, asimismo, la inoperancia que sus recomendaciones tienen en la práctica, en el terreno de los hechos, en la vida cotidiana de quienes padecen en carne propia –o en la de sus familiares y allegados– los hechos violentos o la falta de seguridad. Porque lo cierto es que, al margen de la mayor o menor precisión que puedan tener los datos contenidos en dichas recomendaciones, con demasiada frecuencia éstas son completamente desoídas o en el mejor de los casos atendidas de manera muy parcial.

El organismo internacional ve, recopila, describe y sugiere, y las instancias gubernamentales comprometidas en sus informes no reconocen de manera oficial la dimensión de la problemática que esos informes exhiben, y consecuentemente no hacen efectivas las medidas recomendadas. Con frecuencia hay reconocimientos implícitos –a escalas locales o por funcionarios individuales– de la gravedad del trance que atraviesan diversas entidades federativas a causa de la violencia; pero las más de las veces se opta por poner en tela de juicio el contenido de los documentos (en este caso, de la CIDH, pero también los elaborados por otras organizaciones defensoras de los derechos humanos) que exponen el problema.

Lo anterior es grave, porque en la medida en que se ha convertido en ejercicio reiterado genera interrogantes nada tranquilizadores: ¿qué es preciso hacer para que el aparato del Estado, con todos sus componentes, muestre en primer lugar sensibilidad y en segundo decisión para erradicar el secuestro, la siniestra práctica de la desaparición y el accionar de los grupos que las provocan? ¿Qué mecanismos institucionales hay que mover para evitar que el desplazamiento involuntario de gente obligada a dejar su lugar de origen siga distorsionando la geografía social del país? O para expresarlo en términos negativos: ¿de qué tamaño tiene que ser la catástrofe para que las medidas orientadas a terminar con la violencia dejen de ser meramente declarativas, de circunstancias, y tengan efectos evidentes y comprobables?

Los signos no son muy esperanzadores, y la falta de acuerdos en algunos puntos de la iniciativa de una ley general de desaparecidos en México, que demora su promulgación, no hace sino hacer extensivas las dudas al campo jurídico. Si bien la sola vigencia de un instrumento legal no garantiza combatir al crimen (las leyes sólo sirven si se aplican), sí aportaría una herramienta más en la improrrogable tarea de desmontar la brutal maquinaria de la violencia que viene funcionando en amplios sectores del territorio nacional.

Pero el elemento esencial para ello está estrechamente ligado a la voluntad política: si ésta se compromete seriamente con el objetivo de lograr un país cuyos ciudadanos vivan en paz y con tranquilidad, este fin puede ser posible; de lo contrario, de poco servirán las declaraciones e incluso las medidas. El resultado de esta nueva revisión de la CIDH puede ser un buen indicador de si tal voluntad existe.