i un espectador desprevenido asiste a la exposición de Otto Dix (y por desprevenido no necesariamente es que sea inculto, sino no especialista en estas ramas del saber, me temo que en algunos casos puede salir horrorizado –sobre todo siendo mujer–, pues pareciera que el pintor de maligna mirada
es un misógino empedernido más que un pacifista a ultranza o un enemigo acérrimo de la prostitución como símbolo corruptivo.
Sus representaciones de mujeres brutalmente asesinadas frecuentemente mostrando sus partes nobles
pueden hacer pensar en una sublimación de medios y la del dibujo de los amantes viejos, él sosteniendo el seno caído hasta la cintura de una anciana, provoca tanta aversión como el soldado en putrefacción carcomido por los gusanos con un fusil al hombro.
Esto a lo que aludo está ejecutado son singular maestría, pero siendo Dix un ejemplo de maestro grabador dentro de la corriente tan estudiada, socorrida y cruel, a la vez que admirada y con toda justicia de la nueva objetividad
, antecedida por el llamado verismo
, hubiera tal vez requerido ejemplos más explicados de todas las técnicas de grabado practicadas por Dix, aunque algunos de los mostrados al aguafuerte sean estupendos, acordes con la temática que abordan. Nunca, eso sí, en grado tan afortunada como los bosquejos que también se exhiben en buen número.
Para el observador con dosis de necedad hay cosas peculiares que observar; por ejemplo, la dificultad del pintor en la representaión de manos, evidente hasta en el famoso autorretrato ante el caballete en el que el pulgar de la mano derecha requirió ser disimulado en la cubierta de pasta dura del cátalogo con el inicio del nombre del artista, la letra O
con objeto de disimular su protuberancia. Esa mano emerge de los límites del cuadro que está sobre el caballete y quien está representado en el lienzo fuera del cuadro que pinta y con la mirada fija en nuestras pupilas, si bien lo que él en persona esté viendo es el espejo o quizá un espléndido dibujo que está fotografiado, pero no exhibido en el que es tocado por su supuesta musa fantasmáticamente en el hombro. El genial autorretrato exhibido es de 1924, que parece haber sido un año de percepción maldecida, cuando realizó una de las estampas que los curadores han propuesto como mayormente afín con nosotros: el cráneo de una calavera con las fosas atacadas por gusanos y una corona de larvas en v
de flores, como tocado. Nada que ver con Posada, nada que ver con Orozco y está bien que así sea, pero no sé si actualmente necesitábamos ver los horrores de Otto Dix por más que su deuda con Goya es por demás evidente y hasta le dedicó una de sus más repulsivas mujeres, cuyas enclenques piernas abiertas –calzadas con botines y unas calcetas arrugadas– se abren para mostrar un verdadero matorral en la altura indicada que intimidaría al más macho y urgido de los seres. Está claro que la curaduría de la exposición fue urdida pensando en el México de los tiempos recientes o de la Revolución de 1910, pero me temo que hay una equivocación de principio.
Otto Dix tiene una producción amplísima: tal vez en este caso excesivamente influida por el subtítulo de la muestra: Violencia y pasión, correspondiendo a un trabajo de investigación sin duda valioso de la curadora Ulrike Lorenz. Lo que no cabe discutir es la categoría de Otto Dix, como gran artista alemán del Este y el Oeste por igual.