Opinión
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Elle, de Paul Verhoeven
C

onducta impropia. Michèle (Isabelle Huppert), directora de una empresa de videojuegos de violencia erótica, es víctima de un agresión sexual por parte de un individuo enmascarado a plena luz del día, en su propio departamento. Esa violación brutal, al inicio de Elle, la cinta más reciente del holandés Paul Verhoeven (Bajos instintos), se produce de manera intempestiva, con una precisión metódica, casi sin palabras, sugiriendo una parte de realidad y otra de fantasía delirante. Cuando el agresor cumple su faena criminal y huye, la víctima reacciona con una serenidad asombrosa, limpia la casa, recoge los vidrios rotos, se atiende las lesiones, se asea, y retoma sus actividades de modo natural, como si el daño físico y sicológico fuera algo que ella pudiera manejar o administrar con la misma frialdad y eficacia con que atiende su negocio de videojuegos.

Luego de una ausencia de diez años, Paul Verhoeven sorprendió en la 69 edición del Festival de Cannes con esta cinta inclasificable y corrosiva. En lo formal, semeja una extraña mezcla de thriller televisivo y de propuesta autoral; en su contenido, un producto alejado del glamur vistoso de Showgirls y de las fórmulas efectistas de RoboCop, cintas anteriores del cineasta. De la novela original del francés Philippe Djian (Oh…, 2012), Verhoeven retoma lo esencial: un sulfuroso retrato femenino de una gran incorrección política. El comportamiento de Michèle frente a su agresor poco tiene que ver con las narrativas habituales de violencia sexual. Su desdén por el convencionalismo burgués viene de muy lejos: mantiene una relación sexual con el marido de su mejor amiga, es indiferente a la conducta de su madre septuagenaria que tiene amantes más jóvenes que ella, y soporta con estoicismo el estigma de tener un padre homicida de menores purgando una larga condena en la cárcel.

Cuando Verhoeven imaginó primero filmar su cinta en Estados Unidos, tuvo que renunciar a su proyecto, pues, en su opinión, ninguna actriz estadunidense habría aceptado interpretar un papel tan amoral como el de Michèle, una mujer enérgica y voluntariosa incapaz de derramar una lágrima por su propia suerte o por la de los demás, de no ser, paradójica o elocuentemente, por la muerte de su mascota felina. Frente a su agresor, su actitud es la de un frío distanciamiento anímico, como si en un turbio juego de voluntades contrapuestas, animado por una lógica de poder, ella sólo buscara el triunfo final sobre su violador. La escena del estupro se repite con leves variaciones, como la perversa puesta en escena de un drama de cuyo desenlace sólo ella pareciera tener la clave.

Jugando alternada y maliciosamente el papel de víctima y mujer masoquista, manteniendo a la policía un tanto al margen de las investigaciones, reservándose para sí la primicia de un castigo final, Michèle parece disfrutar la prolongada reiteración de las agresiones sexuales. Desenmascarar al violador equivale para ella a la más fina humillación de la prepotencia masculina que consiste en exhibir la falla de un impulso sexual que sólo puede ser exitoso a través de la agresión. Se trataría, en definitiva, de reducir o devolver al agresor a su penosa condición de guiñapo moral sexista.

El guión de David Birke abunda en diálogos sarcásticos, que en boca de Isabelle Huppert se vuelven perlas de ironía lacerante. Lo que exhibe Michèle no es sólo ridiculez de su adversario sexual, sino la hipocresía moral de un medio social parisino donde el adulterio, la misoginia, el abuso de los menores, el arribismo profesional y la simulación continua son algo recurrente y tolerado. Un mundo artificiosamente legitimado y protegido por el conveniente culto de una corrección política: precisamente la postura moral y el mundo que hoy se encuentran en una profunda crisis. No es un azar por ello que la película de Verhoeven haya incomodado mucho más que cualquiera de sus otras realizaciones. Más allá de una factura engañosamente convencional, el director ha elaborado un relato perturbador a partir de la novela de Philippe Djian, todo un experto en narraciones sombrías (recuérdese Betty Blue, de Jean-Jacques Beneix, 1985), y recurrido a la protagonista perfecta e irremplazable, una Isabelle Huppert que domina de un tramo a otro toda la cinta, marcándola con su vigor histriónico y con esa insidiosa perversión suya capaz de pulverizar hasta el último rastro de hipocresía moral y de corrección política.

Elle forma parte de la programación de lo mejor del Festival Internacional de Cine de Morelia en la Ciudad de México y se exhibe en Cinépolis Diana, Perisur y Oasis Coyoacán.

Twitter: @Carlos.Bonfil1