os economistas organizados gremialmente en el Colegio Nacional de Economistas, hoy Federación de Colegios, se proponen como tema central de su congreso la recuperación de la confianza, aunque sin precisar la de quiénes y para qué buscarla. El secretario de Hacienda, por su parte, en su intenso peregrinar inaugural no ha dejado de pregonar su compromiso con la estabilidad, la credibilidad y la confianza como misión principalísima y objetivo central de su primera entrega de la Ley de Ingresos y del Presupuesto de Egresos de la Federación.
En tan augustas tareas, el secretario seguramente será apoyado por sus compañeros de gremio, como lo ha sido ya y con creces por el consorcio virtual de medios de comunicación masiva que, con sus derivadas en la prensa escrita, han conformado un activo y militante coro en favor de los propósitos miliares del gobierno y su responsable de las finanzas públicas. Si usted tiene dudas sobre los contenidos, montos, distribución de los fondos públicos propuestos en el proyecto de presupuesto o la correspondiente Ley de Ingresos, no tiene más que recordar que sobrevuela
un ave de mal agüero, una deuda nada fantasmal en cuyo crecimiento incurrió el propio gobierno, quizá para acometer otros grandes propósitos
cuya materialización es tan confusa y difusa como su propuesta para el año siguiente.
La confianza se construye, no se compra en cualquier estanquillo o tienda de conveniencia; tampoco se importa de Chicago o Nueva Inglaterra ni se transmite por Internet o alguna desbalagada pero amistosa red social. Es, como ha sido siempre, el fruto de la acción política y de un proyecto más o menos explícito destinado a producir cohesión social mediante la inclusión y la redistribución social, así como la organización política de las masas. Así fue en el pasado y pudo prolongarse hasta los años setenta del siglo XX, a pesar de la corrosiva corrupción y el asalto al poder protagonizado desde finales del gobierno del presidente Echeverría por los grupos cupulares del dinero y la riqueza.
Luego cayeron las crisis financieras devenidas económicas por una política económica del desperdicio
, como la llamaron Warman y Brailovsky, y en medio de ella el último intento por revitalizar aquel espíritu reformista social heredado de la Revolución. Se trató del último canto del cisne que el presidente Salinas quiso resucitar con su programa de Solidaridad como ilusorio sostén de su apertura económica neoliberal.
La coalición que encabezara la Gran Transformación
mexicana no se sostuvo políticamente, pero los panistas prestos y dispuestos entraron al relevo, pero no para impulsarla en términos de la dinámica productiva, sino para imponer como mandamiento adicional la estabilidad financiera leída como déficit cero
. Y de ahí pa’l real, hasta llegar a esta nueva temporada en el infierno de los recortes presupuestales que no quieren dejar títere con cabeza ni hacerse cargo de los severos descalabros financieros que han puesto en inminente peligro la estabilidad política y social de Veracruz, Sonora, Chihuahua… Y lo que la caterva siga dando.
No hay manera de asignarle racionalidad alguna a una política como la que han planteado el presidente Peña y los suyos. No los moverán, cantan algunos nostálgicos, pero lo que sí es cierto es que aquello de mover a México
pasó ya al empedrado averno de las buenas intenciones
. Y si el México lastrado de hoy llega a moverse no encontrará cauce normal o auspicioso en el sistema de partidos o el Congreso. De aquí la traslación de la crisis fiscal del Estado a una ominosa crisis política, de la democracia y del propio Estado.
Así las cosas, para qué traer a cuento a Trump, su mala entraña y sus huracanes.