Opinión
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Un suicidio de la muerte mexicana
L

eo desde Estados Unidos que el gobierno de la Ciudad de México organizó un desfile para los días de Muertos. O sea, una parada, como las que desde hace décadas se estilan en halloween, en Estados Unidos, con todo y fuerte carga carnavalesca, sólo que los desfiles de halloween surgieron con tremenda pulsación creativa, primero en el Castro District de San Francisco y en el West Village de Nueva York, impulsados por la recién salida del clóset comunidad gay, que inventó el halloween como fiesta ya de adultos. La parada de muertos de la Ciudad de México, en cambio, recicla la utilería de la película Spectre, de James Bond, y viste así a la ciudad de su imagen hollywoodense. ¿Qué significa esto? ¿Importa?

Antes de intentar una respuesta, quitémonos un prejuicio. Las dificultades que enfrenta la rememoración de los muertos no manan del comercialismo. Los días de Muertos llevan siglos siendo una importante ocasión para el comercio: los mercados de Todos los Santos eran los más importantes del año en los pueblos del centro y sur de México desde el siglo XVII y toda la parafernalia del día –el pan de muertos, la tradición de usar ropa nueva, las flores, las velas, la artesanía de muertos– tuvo siempre su lado comercial. El problema de hoy, si lo hay, no es exactamente el comercialismo así, en general o en abstracto, aunque sí puede haber desasosiego causado por cierto comercialismo industrializado en lugar de un comercialismo artesanal.

La parada inspirada en James Bond tiene rastros de esto. El industrialismo implica una división del trabajo entre el diseñador y la factura mecanizada del producto, cosa que contrasta con el proceso productivo del artesano, quien es, a la vez, diseñador y constructor. La separación de funciones en la gran industria permite que se desarrolle un diseño que es más elaborado y económico. El público mexicano, o un sector del público mexicano, pareciera pedir hoy este grado de elaboración y economía. Tanto así, que hombres y mujeres del desfile prefieren pintarse las caras copiando los diseños del encargado del set hollywoodense que hacer caso a sus propias y quizá más modestas posibilidades creativas.

De modo que hay, en primer lugar, un malestar que se relaciona con la industrialización de la fiesta, porque implica un traspaso del diseño de la parafernalia de la muerte, de manos de la fantasía popular, representada hasta hace poco por el artesanado, a las fantasías de diseñadores, fotógrafos profesionales y directores de cine, cuyas experiencias sobre la muerte, que pueden venir cargadas de referentes bien alejados de las costumbres locales.

Además, en lo del desfile hay un segundo elemento que vale la pena contemplar. Las paradas de halloween, inventadas por las comunidades gays en los años 80, dependen también del comercialismo industrial: las cosas que la gente se pone son compradas en tiendas, diseñadas por diseñadores y producidas en masa. El chiste del desfile está en la creatividad considerable de cada miembro de la procesión, que escoge y combina productos, y se los pone de manera que resaltan su cuerpo, personalidad y postura ante la sociedad. Hay ahí una carnavalización en pleno, en la que se combinan elementos de la vida diaria para producir un espacio sagrado a través de lo grotesco, incongruente, sublime o abyecto.

La reproducción del set de Spectre es otro asunto. Por una parte, en la idea misma hay un elemento de lo que podríamos llamar lo nacional-narciso; es decir, de un imaginario nacional que está enamorado de su imagen, reflejada en el espejo de Hollywood. Es, quizá, un caso paradigmático de la llamada magia de Hollywood. Cansados de ver tanta imagen en televisión analógica de más y más Chapos Guzmanes detenidos, cada uno con su ridículo apodo, con cara de venadeado y declarando estupideces en las que se trivializan sus asesinatos; aburridos de estar rodeados de cuerpos tubulares, rellenos de charritos y pepsilindros; cansados de la falta de ritmo nacional o de un ritmo ahogado en alcohol grupero... quedamos sorprendidos con la primera escena de Spectre, con su Zócalo transfigurado por un carnaval como de Olinda, pleno de esqueletos bien torneados y nada boilerescos, presumiendo máscaras estilizadas y súper cool. Definitivamente, viene mejor ver nuestra muerte en el espejo de Hollywood que en el noticiario.

Por otra parte, en lo del desfile hay también una especie de Efecto retrato de Manuela, quien en estrofa memorable, compuesta por Chava Flores, entregándole a su novio una foto de estudio en la que se esconde cuidadosamente cada uno de sus defectos, le aclara: “el retrato es pa’ tus ojos y el original pa’ ti”.

Los días de Muertos tuvieron siempre un elemento activo de composición. El altar, especialmente, es una composición, en la que el retrato se funde con la ofrenda. En el altar se retrata ofrendando. Quizá el público mexicano haya reconocido en la primera escena de Spectre una ofrenda estadunidense al México que ya no es, un retrato idealizado, utilizando los recursos que tenía a la mano el retratador para homenajear a quien ha desaparecido. La muerte mexicana es ya en sí misma el sujeto del altar, y según los organizadores del desfile nos quedarían ahora sólo dos cosas: el recuerdo de la muerte mexicana, con su comunitarismo exuberante, y la muerte en México.