l majestuoso Paseo de la Reforma nació como una sencilla calzada de terracería que mandó diseñar el emperador Maximilano para trasladarse con rapidez al Castillo de Chapultepec, el cual había remozado lujosamente para que fuera su residencia.
Lo nombró Paseo de la Emperatriz, en homenaje a su esposa Carlota. Tenía el propósito de embellecer la vía con el paso del tiempo, hasta convertirla en un elegante bulevar a semejanza de los parisinos. Finalmente, décadas más tarde su sueño se cumplió, pues no cabe duda que el Paseo de la Reforma es una de las avenidas más suntuosas del mundo.
Parte de su encanto se lo proporcionan los monumentos que lo adornan. Varios de ellos guardan momentos significativos de nuestra historia. Hoy hablaremos del que se encuentra en la confluencia con la avenida Insurgentes. Está dedicado al valeroso Cuauhtémoc, último gobernante de México Tenochtitlan, quien fue apresado tras resistir un heroico sitio de 75 días.
La historia del simbólico dolmen comenzó en 1878 durante el porfiriato, con la sugerencia de Vicente Riva Palacio, el culto general, escritor y periodista, quien era ministro de Fomento. Propuso construir un conjunto escultórico para honrar al último de los gobernantes mexicas. Porfirio Díaz aceptó gustoso, aunque la inauguración oficial la realizó en 1883 su compadre Manuel González, a quien Díaz le prestó la Presidencia de la República cuando aún pretendía simular que acataba la no releción, por la que había luchado como militar.
Se convocó a un concurso que ganaron el ingeniero Francisco M. Jiménez y el escultor Miguel Noreña. Este último realizó la figura de Cuauhtémoc y los elementos escultóricos que adornan el monumento. El primero se inspiró en las pirámides para realizar el basamento.
Ocho leopardos de bronce con penachos custodian al joven guerrero, cuyo nombre quiere decir Águila que cae
. Su estatua, que se levanta en la cúspide, mide cinco metros de altura y lo muestra en un gesto de bravura con lanza en diestra listo para atacar. Luce una lujosa túnica, anudada sobre su hombro izquierdo; la gallarda cabeza sostiene un vistoso penacho de plumas de águila. Las caras superiores muestran figuras de guerreros e instrumentos de guerra indígenas, como arcos, flechas, escudos, lanzas y macanas.
En la parte baja del pedestal, el artista Miguel Noreña plasmó en un relieve el momento en que Hernán Cortés apresó a Cuauhtémoc. Placas colocadas en los costados, obra del escultor Gabriel Guerra, recuerdan el acto en que le queman los pies. En otra, hace un reconocimiento a los guerreros que en 1521 defendieron heroicamente la grandiosa Tenochtitlán.
A unas cuadras del monumento, en la llamada Zona Rosa, desde hace varios años se establecieron restaurantes coreanos. A partir de la llegada de empresas del país asiático, en esa área de la colonia Juárez han establecido su hogar personas oriundas de Corea. Como sucede con las migraciones, vienen acompañados de su gastronomía, que ofrece platillos deliciosos, muchos picositos.
Tienen la ventaja que el menú suele mostrar fotografías, lo que ayuda a seleccionar. De entrada ofrecen el banchan, la botana, que viene en varios platitos con sabrosuras. Les menciono algunos platos que me seducen: bulgogi, que es una carne marinada con un ligero picor. El bim bim bap, mezcla de arroz blanco, verduras y un huevo tierno, es toda una experiencia, ya que los ingredientes vienen crudos y se cocinan en un plato hondo de piedra, traído hirviendo desde la cocina. Un clásico es el gogigi, elaborado con distintas carnes que se van cocinado en una parrilla al centro de la mesa. Un buen acompañamiento es el makkoli, vino de arroz coreano, o una cerveza lager de esa región, como la OB.
Al concluir la comida llevan un tazón con sikhye, un deliciosa bebida dulce de arroz con miel, que funciona como postre. Dos de mis restaurantes favoritos son el Na De Fo, ubicado en Liverpool 184, y el Young Bin Kwan, en Copenhague 19.