e un tiempo a la fecha se ha acentuado en buena parte del ámbito nacional la conciencia de que el centralismo descarnado constituye uno de los más graves problemas que tenemos para el desarrollo, la armonía y el equilibrio de toda la República.
Los argumentos son tantos y tan contundentes que, entre gente sensata y, sobre todo, con sólida vocación patriótica y de justicia social, permiten suponer que no debería haber quien pensara lo contrario. Desgraciadamente no es así. Tal vez hay mucha insensatez y miopía entre quienes justifican y defienden su pingüe salario y le dan importancia a su burocrática existencia, además de temer que se reduzcan sus posibilidades de medrar.
En consecuencia, si bien es cierto que aumentan por doquier los argumentos en contra del monopolio central de funciones y decisiones, y cada vez hay más ejemplos concretos y puntuales de lo nocivo que resulta, también lo es que la práctica administrativa cotidiana acumula más y más atribuciones y, sobre todo, decisiones en las oficinas federales del centro del país.
Cuando pensamos que no todo ha sido perder, como es el caso de los muchos programas federales en apariencia destinados a respaldar directamente a los municipios, la llamada ahora tramitología –esto es, la suma infinita de gestiones y requisitos, justificados o no, para hacerlos efectivos– alcanza a ser tan complicada que con frecuencia resulta imposible concretar la obtención de los recursos en su totalidad o siquiera una pequeña parte de ellos.
¿Cuántas veces pasa que, al cumplirse finalmente con todo lo requerido, resulta que el plazo ya se venció?
Es cierto, por otro lado, que en las pasadas dos décadas se han sembrado oficinas federales
por doquier, lo que podría dar una apariencia de descentralización, pero también lo es que éstas, en su inmensa mayoría, no son más que simples ventanillas postizas para recibir documentación y tratar asuntos vanos, pues para casi todo lo relevante se debe esperar el visto bueno de los escritorios capitalinos, si no es el caso de que haya que acudir personalmente a postrarse ante ellos.
Tomemos en cuenta, además, que el especial incremento demográfico –y salarial– de los funcionarios públicos federales de nuestro país durante la reciente docena trágica
deja la alarmante teoría de Malthus sobre el crecimiento geométrico de la población como verdadero cuento para niños.
El resultado es que, para justificar y dar quehacer a tantas oficinas, el caudal de trámites ha crecido enormemente. Hay casos en que se han duplicado y hasta triplicado.
De ahí que se haya desarrollado tanto en los años recientes la conciencia de la hegemonía de la centralización y la gran urgencia de revertirla y, lo que es peor para la armonía nacional, la creciente molestia por los tantos males que ocasiona y la ineficiencia para atender problemas de la más diversa índole.
En muchos sentidos las decisiones de la administración pública nacional están concebidas desde un mismo vértice y para aplicarse indiscriminadamente en cualquier sitio, sin que valgan las profundas y marcadas diferencias que ofrece en muchos órdenes el colorido mosaico nacional.
Estoy seguro de que la rebelión que se vive en Oaxaca y Chiapas y que tiende a expandirse aparentemente por todo el país tiene también otros orígenes, algunos de ellos espurios, pero hay dos que son de otro talante: el empobrecimiento creciente que causa el descarnado neoliberalismo y las famosas evaluaciones magisteriales perpetradas en la Ciudad de México y concebidas de acuerdo con las aspiraciones metropolitanas.
¿Quién sabe qué nos depara el porvenir?