Opinión
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Dylan y las rayas del tigre
P

or una vez en la vida Bob Dylan no es culpable del escándalo. Nos ha hecho tantas a su público (cualquiera que éste sea) y lo hemos mandado a volar tan repetidamente que bien podríamos darle el título de Rey de la Decepción. Con el regocijo que debe causar en un ego tan elaborado y eficaz como el suyo el actual alboroto mediático, se permite mostrar toda la indiferencia de que es capaz. Tengo por ocioso debatir si es poeta, si eso es cantar, si acaso merece el premio mayor de los serios y los solemnes una figura masiva, ídolo y caricatura, mercancía y símbolo (¿símbolo?), un ganador del Grammy y el Óscar que reina en el Salón de la Fama del Rocanrol. Más que ocioso. Lo mismo da. Es una fuerza de la naturaleza, un fenómeno telúrico de larga duración artística. Pocos así. De jovencito se reinventa, cambia de nombre y de pasado para iniciar un dilatada representación cargada de inventiva y furor. Profeta y Chaplin, líder que no se deja seguir, juglar y trovador a la vez, mitómano. Si lo suyo es o no literatura, la mera verdad...

Hacia 1963 cristalizan en él cantidad de cosas que soplaban en el aire. Esponja con intención, su lucidez no pide legitimidad, se la otorga y punto. Cumple con desenfado el sueño beatnik de unir la poesía con el blues de los negros. Versos, letras y líricas le brotan en profusión formidable. Inunda los surcos y las envolturas de sus discos con parrafadas de surrealismo salvaje y desternillante mientras convoca a los mejores intérpretes para expandir el universo de la música folclórica y popular en Estados Unidos, Gran Bretaña e Irlanda, justo cuando esta vena desarrolla una música novísima, hecha de muchas otras, llamada rock. En aquella década fértil nadie escribió ni compuso en inglés (ni en otra lengua) como él. Devorador hasta lo indecente de la tradición folk y el blues originario, su pirotecnia de metáforas rebeldes y versos impactantes trae al canto popular nuevos sentidos, con la suficiente dosis de ambigüedad para devenir universales.

Sus fieles se sienten pateados cuando escandaliza a folcloristas y revolucionarios negándose a las militancias requeridas. Lo patean, lo acusan de Judas por venderse al rock cuando en realidad lo está inventando y muestra a los futuros astros Beatles, Stones, The Who, Van y Jim Morrison, Richard Thompson, Paul Simon, Frank Zappa o Kinks que es posible ser inteligente, cantar cosas que importan, contar historias con aliento y no sólo tralalás. ¿Marcó a una generación? Sí.

Los académicos y especialistas gringos siempre lo vieron por debajo de Ginsberg (que ya era decir). New York Review of Books y Gore Vidal no salían del enfado ante sus ripios: ¡esos versos absurdos y reiteraciones mnemotécnicas No Son Poesía! Como dijera Miles Davis: So what? El canon nunca lo admitió. La Norton Anthology le concede una pieza en la sección Baladas populares. Harold Bloom y George Steiner pasan de él. Eso sí, cualquiera cantaba en la regadera algo suyo según las versiones más amables de Peter, Paul & Mary, Joan Baez, Judy Collins o Byrds. En Gran Bretaña su impacto cultural fue determinante y le salieron intérpretes especializados como Joe Cocker, Rod Stewart o Fairport Convention. Nadie podía fingir no haberlo escuchado. Logra ser un judío negro que desentierra el country, reinventa el blues, inventa el rock, revoluciona el gospel y el panfleto. Compuso decenas de himnos célebres, se le cita como a una Biblia y es un gran romántico del siglo XX. Pero lo mandamos a volar cuando se hizo Jesus Freak y la cordura pareció abandonarlo. Típico. Lo que hace importa para muchos. ¿No enfureció a las feministas en 2004 cuando apareció con Adriana Lima en un comercial de Victoria’s Secret lanzando lencería al son de Love Sick, esa obra maestra tardía?.

Se esconde bajo los reflectores ante decenas de miles. Cambia sin cesar de forma y de fondo. Sigue el mismo. Al desaparecer por primera vez en 1967, dejaba plantados a los roqueros, que ya eran legión en el mundo y le pusieron tache. Entonces, en un sótano de Woodstock rehizo de raíz con The Band la lírica tradicional angloamericana. Nomás.

¿Califica como literatura? Al menos enciende la imaginación lírica de millones de personas. Los premios de la realeza europea no le incumben. Si se los dan, allá ellos. No necesita probar que la poesía abarca mucho más de lo que quisieran las academias, las élites y los canónicos en sus corrales; les volvió obsoletos sus mapas. Además, en pleno siglo XXI compone tan bien como al principio, no puede evitarlo, y sus músicos son los mejores que he tenido, dice. Viejos los cerros, y reverdecen.