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Nuevos migrantes entre nosotros
D

urante muchas décadas el fenómeno de la migración extranjera legal en la frontera norte de México tuvo un perfil bien definido. Las cifras de quienes intentaban por esa vía ingresar a Estados Unidos –personas procedentes sobre todo de Centro y eventualmente Sudamérica– podían variar en función de distintas circunstancias políticas o económicas, pero respondían a una lógica de orden geográfico que sólo por excepción presentaba alteraciones significativas. La participación de las autoridades mexicanas en el proceso, por vía de las instancias correspondientes (es decir, las migratorias) se limitaba, en consecuencia, al rutinario ejercicio administrativo que exige prácticamente cualquier línea fronteriza, compuesto por autorizaciones, permisos, comprobaciones y requisitos de trámite.

En años recientes, sin embargo, esa tranquila dinámica (desarrollada más o menos al margen del complejo problema representado por la migración irregular) comenzó a verse afectada con la llegada de personas procedentes de lugares que, por su ubicación en el mapa, no generan flujos migratorios geográficamente naturales para nuestro país. Desde luego, este hecho se explica en que no se trata de simples viajeros de paso por México, sino de migrantes de escasos o nulos recursos, a los cuales sus países expulsaron debido a desastres naturales, privaciones económicas, conflictos sociales y en algunos casos situaciones políticas.

La mayoría son transportados de manera clandestina, depositados sin orientación en costas mexicanas, desprovistos de medios de subsistencia y acaso con un mínimo peculio celosamente guardado para intentar alcanzar por vía legal el mítico sueño americano. Miles de hombres, mujeres y niños oriundos de Haití y de diferentes países de África se apiñan de este lado de la frontera norte (sobre todo en Tijuana y Mexicali) en espera de ser admitidos en territorio estadunidense.

De ese modo, a la siempre complicada problemática de la migración de connacionales que tratan de pasar sin papeles al otro lado se le suma la aparición de una variante migratoria con otros orígenes de los habituales, pero con parecidas preocupaciones e idénticas carencias que éstos.

El resultado es que el gobierno nacional se encuentra frente a una situación que de momento pareciera no saber muy bien cómo resolver, entre otras razones porque el número de los recién llegados no es menor: de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Migración, la cantidad de africanos en el país se incrementó, entre el año pasado y éste, en 500 por ciento. Y aunque varios organismos dan a conocer distintas cifras, en todos los casos éstas superan por mucho los 10 mil.

Desde luego, no hay ninguna garantía de que las autoridades de Estados Unidos permitan el acceso a todas esas personas, al margen de las capacidades y conocimientos que las mismas posean; de hecho, no parece probable que lo hagan siquiera con un porcentaje sustancial, con lo que la situación social en el norte de la República, y particularmente en las ciudades mencionadas, corre el riesgo de volverse conflictiva.

De momento se ha optado por extender a los nuevos migrantes un permiso con vigencia de 20 días para que soliciten regularizar su estancia aquí o para que abandonen México; pero habida cuenta de que muchos de ellos manifiestan de manera expresa su intención de acceder al país vecino, este recurso no resuelve la situación: sólo la congela de forma temporal.

Por otro lado, el hecho de que personal de los albergues especialmente habilitados denuncie que africanos y haitianos han sido objeto de hostigamiento y actitudes discriminatorias en su paso por México tampoco abona para que la cuestión se resuelva de manera tersa, como requieren el crítico trance por el que atraviesan los migrantes y la tradicional solidaridad de nuestro pueblo.