équiem por los caídos
De los cien problemas que devorarán la presidencia de Enrique Peña Nieto en los siguientes meses, cuatro son ya fijos: los procesos electorales, la economía, la corrupción y la violencia social, la que ya está pasos más allá de la inseguridad pública. Por más que el discurso oficial diga lo contrario, la violencia social, la criminalización de la vida pública, registra un incremento evidente. Expresado de otro modo, puede decirse que la autoridad, en su máxima expresión, está superada. El crimen se adueña del espacio público como una metástasis, lo mismo es Naucalpan que Acapulco, que Veracruz, Reynosa, CDMX o Badiraguato.
Los 220 mil efectivos de la Sedena, los 70 mil de la Semar y los 40 mil de la Policía Federal (cifras aproximadas) no han sido capaces de devolver la paz que Peña Nieto ofreció en su Plan Nacional de Seguridad Pública. Enfáticamente aquí señalo: no es la responsabilidad de las instituciones, que son simples ejecutoras de políticas en cuyo diseño no participaron. Habría tres intentos de explicación: 1. Se libra una guerra inganable, lo que no se ha querido reconocer. 2. En su operación existe un desorden impresionante. 3. Insuficiencia numérica de tropas que ya no dan para más. Nada de esto es responsabilidad de ellas, es resultado de una conducción personalista e ignorante de la materia.
Lo inganable de una guerra contra el narcotráfico está más que demostrado; ningún país la ha ganado, es un enfoque equivocado que nos fue impuesto por Estados Unidos en 1971, y si hubiera necesidad de un último ejemplo veamos el fracaso del Estado colombiano en lo ajeno, y en lo propio el doloroso evento de los militares atacados y muertos en Culiacán.
La operación desordenada parte de haber enfrentado el durísimo caso de la seguridad pública con una visión escenográfica tan de la índole del Presidente: un paquidérmico Consejo Nacional de Seguridad Pública, que es espacio sólo para discursos; un gabinete de seguridad nacional inerte; la Comisión Nacional de Seguridad, sustituta por capricho de una secretaría de Estado; mandos territoriales de las tres fuerzas sobrepuestos y sin comunicación efectiva; secretariados técnicos a cargo de protegidos y una policía federal parchada por todos lados, con los parches cumpliendo tareas ajenas a sus supuestas misiones, como la fantástica Gendarmería. Los pomposos C-4, que son disfuncionales, y las policías locales carcomidas. Lo peor de todo, por eso se describe al final, una descoordinación muy preocupante, resultado de la no aplicación de uno de los principios esenciales de todo quehacer ordenado: la unidad de mando.
El Presidente alaba frecuentemente la coordinación de sus huestes. Engaña o se engaña. Ella no existe en ningún nivel; todo lo contario: las rivalidades, los celos, el sentido de propiedad sobre todo son la regla. No existe un plan maestro integrador, no existe un seguimiento y evaluación que no sean para el consumo público y por ende maquillados. La corresponsabilidad internacional está olvidada, nada se exige a otros países y sí, Estados Unidos nos invade con sus múltiples agencias que operan libres, sin conocimiento de la autoridad migratoria.
Si fuera cierta la norma de que a iguales causas iguales efectos, habría que esperar la repetición de casos en los que las fuerzas nacionales caigan en los terrenos resbaladizos de los derechos humanos, y también son de esperarse casos como el reciente de Culiacán, que a todos debiera dolernos y preocuparnos. ¿Cómo saldrá Peña de su laberinto? Lógicamente sólo aplicando grandes remedios, los que en su concepción, diseño y aplicación también se corren grandes riesgos. Las redes sociales y su potencial incontrolable ya hablan de suspensión de garantías, de dar más facultades a las fuerzas armadas, de desconocer la supremacía presidencial en materia militar y seguramente más ideas.
Los grandes problemas demandan grandes medidas correctivas, múltiples, no una. Sin embargo, por alguna de ellas habría que empezar, y esa sería poner orden en la casa. Definir el papel de las fuerzas armadas, hacer cierta la unidad de mando y dejar de hacer alarde de una coordinación que no existe. La Secretaría de Gobernación, pésimamente diseñada desde el principio de este gobierno para conducir la compleja política interior, así como hoy existe, no puede hacerse cargo. Su titular, o se va del cargo a hacer campaña o se hace responsable totalmente de su función policial. Él en campaña y en el puesto es un riesgo más.
El propio presidente Peña, como primer objetivo de su Plan Nacional de Seguridad Pública, comprometió: la seguridad pública requiere de la suma y esfuerzos de las dependencias federales, estatales y municipales. Para brindar un efectivo servicio a la sociedad, las corporaciones, lejos de competir entre sí, deben coordinarse y trabajar en un frente común. (…) ¿Por qué no lo cumplió? La historia toca la puerta.