n días recientes instancias judiciales de Brasil han multiplicado sus acusaciones contra el ex mandatario y eventual candidato para las elecciones presidenciales de 2018, Luis Inazio Lula da Silva. El miércoles pasado la Policía Federal filtró a los medios un supuesto caso de tráfico de influencias, según el cual en 2012 el antiguo dirigente obrero habría beneficiado a un sobrino suyo para otorgarle contratos en obras de ampliación de una hidroeléctrica en Angola por medio de una empresa de construcción brasileña que recibió, ese mismo año, un crédito de un banco público. Ya antes los fiscales habían señalado a Lula –sin presentar acusaciones formales– de ser el comandante máximo
de movimientos corruptos en la petrolera de propiedad estatal Petrobras. Ayer el magistrado del Supremo Tribunal Federal (STF) Teori Zavascki decidió iniciar una investigación formal contra el ex mandatario, a quien acusó de pertenecer a un grupo criminal organizado
para desviar sumas millonarias de Petrobras.
Hasta ahora, sin embargo, las imputaciones y señalamientos informales al político del Partido de los Trabajadores (PT) se han caracterizado por la ausencia de pruebas y un insistente sesgo sensacionalista y mediático en la conducta de quienes tendrían que dedicarse a procurar justicia en el país sudamericano. El momento más notorio de esa conducta perversa ocurrió en marzo pasado, cuando, sin citatorio previo, Lula fue detenido por la policía y llevado a una comisaría de Sao Paulo –ciudad en la que reside– para que rindiera declaración en torno a la corrupción en Petrobras. Ante la disposición que el ex presidente ha mostrado siempre para colaborar en las pesquisas, resulta evidente que tal episodio fue montado para humillarlo y exhibirlo ante las cámaras de televisión a bordo de una patrulla policial.
Otro tanto ocurre con las acusaciones por las cuales Dilma Rousseff, sucesora y correligionaria del viejo obrero metalúrgico, fue depuesta de la presidencia en un juicio legislativo dirigido por diputados y senadores que, a su vez, son objeto de investigaciones por corrupción: aunque las transferencias entre partidas presupuestales realizadas en el gobierno de Rousseff fueron el pretexto para ese virtual golpe de Estado, la ahora ex mandataria nunca fue penalmente procesada por ello, por la simple razón de que tales transferencias no constituyen delito alguno.
Si la destitución de Rousseff fue un operativo para interrumpir el programa gubernamental de carácter social, popular y soberanista del PT, y liquidar el mandato popular correspondiente, la persecución judicial contra Lula parece orientada a impedir que su nombre aparezca en las boletas electorales de 2018 y cancelarle de esa forma cualquier perspectiva de retorno a la presidencia.
En suma, la oligarquía neoliberal brasileña ha retomado por medio de un golpe legislativo el poder político que el pueblo le negó en las urnas, y ahora pretende entronizarse en él mediante maniobras judiciales, sin sustancia real pero con un impacto propagandístico indudable. A fin de cuentas, esa oligarquía posee y controla la casi totalidad de los medios informativos del país, y se sabe que éstos son tan capaces de construir figuras políticas de la nada –como lo hicieron hace dos décadas con el también ex presidente Fernando Collor– como de destruir la más honorable y meritoria de las trayectorias públicas.