diario la prensa publica opiniones de observadores y comentaristas de la política que proponen alguna reforma para superar el aparente estancamiento de nuestra democracia, o resolver los problemas que plantea la competencia entre fuerzas políticas diversas, partidos y organizaciones prepartidistas. Unos proponen eliminar la representación proporcional, otros promueven la segunda vuelta electoral; hay quien habla de limitar el número de partidos o el de diputados y senadores. En fin, que cuando la imaginación se suelta no hay límites a la creatividad de políticos relajados. Sin embargo, hasta ahora nadie ha propuesto la creación de la vicepresidencia; al menos ninguna he visto.
Si de reformar el régimen político se trata, ¿por qué no considerar la opción de crear una vicepresidencia? En Estados Unidos, cuna del régimen presidencial, es básicamente una oficina de relaciones públicas –con el Congreso, los gobernadores, los votantes, los medios–que desempeña funciones de apoyo. Esta posición –y las responsabilidades que la acompañan– ha resultado bastante funcional para la democracia estadunidense: ha sido un mecanismo ágil para enfrentar situaciones graves, como la desaparición de un presidente en funciones; pero en condiciones normales, que son las más frecuentes, ha sido un factor de equilibrio en el interior de los grandes partidos, así como un puente entre el Congreso y el Poder Ejecutivo.
Sin embargo, siendo la vida como es, no son pocos los vicepresidentes que sucedieron en el poder a su compañero de fórmula. Aquí se plantea un dilema: el vicepresidente debe ser débil y limitado (o parecerlo) para no competir con el presidente ante la opinión pública, pero debe tener el potencial de convertirse en un líder político creíble, dado que en caso de un accidente maquiaveliano, él (ella) tendrá que asumir el poder. Cuando Franklin Roosevelt, a sugerencia de uno de sus hijos, invitó al oscuro senador de Missouri Harry Truman, a su fórmula electoral, jamás imaginaron, ninguno de los dos, que sería vicepresidente sólo cuatro meses y presidente casi ocho años. Roosevelt no conocía a su vicepresidente, y no daba un peso por él. Habló con Truman poco y unas cuantas veces, y ni siquiera lo puso al corriente de la poderosa bomba que estaban construyendo. Los historiadores de hoy lo han recuperado como uno de los grandes presidentes del siglo XX.
Varios de los temas que plantea este cargo estuvieron sobre la mesa el martes pasado, durante el debate entre los candidatos a la vicepresidencia estadunidense. El senador demócrata por Virginia, Tim Kaine, y el gobernador republicano de Indiana, Mike Pence, se enfrentaron ante millones de televidentes de manera bastante brusca. No obstante, cabe hacer notar que una encuesta anterior al debate mostró que 40 por ciento de los encuestados no sabía cómo se llamaban estos candidatos. El debate, pese a sus ribetes pugilísticos, no fue particularmente divertido. Sin embargo, creo que sirvió para liberar parte de las tensiones y del enervamiento que se han apoderado de los estadunidenses en esta temporada electoral.
En el siglo XIX tuvimos vicepresidentes: Nicolás Bravo, Anastasio Bustamante, Valentín Gómez Farías; en el XX sólo Ramón Corral, pero los tres primeros conspiraron contra su presidente respectivo. Corral fue menos que un amortiguador. El régimen de la Revolución suprimió la vicepresidencia porque no creía en los poderes compartidos, pero me pregunto si existe el político mexicano que esté dispuesto a desempeñar, con lealtad a su presidente y a su partido, un papel menor, casi inexistente, y que tenga la paciencia de esperar para aspirar. En realidad habría que pensar si la Presidencia de la República necesita una oficina de relaciones públicas que le ayude a mantener conexiones con el mundo extramuros de Los Pinos, en lugar de que sea el mismo presidente de la República el que se encargue de ese tema. Una vicepresidencia que sea un factor de equilibrio y un chaleco salvavidas.