orge Volpi es un hombre dulce. Seguramente Rocío y los pequeños Rodrigo y Diego, a quienes dedica su libro más reciente, Examen de mi padre –que ahora lanza Alfaguara–, han de sentir ganas de abrazarlo porque inspira ternura. Transmite una calma poco frecuente en esta ciudad en la que todo mundo corre de un lado a otro sin darse respiro; dice que su libro es un réquiem por México, por este México al que le sacó una radiografía a través de los recuerdos de su padre y nos enseñó a lo largo de 289 páginas los tumores de una sociedad enferma. Es muy joven, ha escrito a velocidad supersónica casi 40 libros, entre novelas, ensayos y antologías a lo largo de 30 años, y ha recibido numerosos premios, entre los que destacan Biblioteca Breve y Casa de las Américas. Con el ritmo que lleva no me cabe duda de los muchos que le quedan por cosechar. Viene con infinita tristeza por la muerte de su gran amigo Ignacio Padilla, el único del Crack que vivía en la Ciudad de México y con quien mantenía una entrañable comunicación. Ignacio murió a los 48 años en un absurdo accidente en la carretera México-Querétaro, el pasado 20 de agosto.
–Con la muerte de Nacho han cambiado muchas cosas. Lo mejor de nuestra amistad era esta competencia permanente. Éramos amigos que sabíamos que competíamos entre nosotros y que la mejor manera de llevar a cabo esa competencia era desde dentro, en la amistad. No sólo competíamos en quién era el más inteligente o el mejor escritor, sino quién era el mejor cocinero o el más conquistador; lo que fuera. Esa competencia era muy atractiva y muy sana. Encontramos un cauce natural en un medio en el que normalmente la competencia es brutal como es el medio literario. Frente a la envidia, los celos, forjamos una relación de amistad, de cordialidad y de oponernos a la idea de pelearnos por la celebridad. Sin duda la muerte de Nacho ha sido muy dura para todos, para mí muy particularmente, porque de todos mis amigos del Crack fue con el que más conviví; estuvimos juntos en Salamanca y es el único que vivía en la Ciudad de México en los últimos años y nos veíamos para cenar todas las semanas.
–Tu padre se le adelantó a Nacho…
–Cuando murió mi padre, en 2014, yo sabía que iba a escribir este libro, y en esos meses leí muchos libros de esta fuerte tradición de escritura sobre pérdidas.
–¿Son muchos los que escriben cuando pierden a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, a su pareja? Recuerdo que mi gran amiga Carmen Rosenzweig lo hizo sobre su padre.
–Sí, en esa época Nacho también se obsesionó con esos libros y yo le decía: ¿Tú por qué? Tú no has perdido a nadie, viven tus padres, viven tus hijos, vive tu esposa
. Me respondía: me interesa muchísimo el tema
. El último curso que Nacho dio en la Ibero fue sobre libros de pérdidas de padres y de hijos, y el último que alcanzó a dar fue el manuscrito de Examen de mi padre, que salió una semana antes de que él muriera.
Mi duelo por mi padre terminaba cuando me entregaban el libro, pero empezó otro porque murió Nacho. La paradoja fue que la pérdida fue él.
–¿Consideras que tu padre –quien se llamaba Jorge Luis– también es tu patria?
–No estoy seguro de hacer la relación tan inmediata, aunque en este libro en alguna medida los hago uno. Quería hacer un examen de mi padre, de mi patria y de mí mismo. Para mí y para mi padre el tema de la patria es complicado. Mi padre nunca se sintió a gusto en México siendo italiano. Su idea de patria no era del lugar donde se nace, sino la idea de una patria cultural. Creo que en alguna medida eso me lo transmitió. Para mí, México es mi patria en contraposición con mi padre que nunca la consideró del todo suya, aunque nació aquí y nunca fue a Italia.
“Escribí mi libro como una catarsis a raíz de su muerte y abarqué muchos de los acontecimientos que me han escandalizado en los años recientes. Mi padre murió en agosto de 2014 y, a diferencia de cualquier otro libro que he escrito, no tomé notas en absoluto, simplemente pensé en esos meses del 14 y en el México que le había tocado y en el que nos heredaba a nosotros. Pensé en las expectativas que él tenía de joven de lo que podía haber sido México y no fue, y las que yo mismo he tenido y tampoco han sido, y finalmente a partir de 2015 escribí este libro a lo largo de un año en este duelo literario sin planear, porque yo iba de un lado para otro, siempre pensando, eso sí, en ese triple eje que era hablar del cuerpo, hablar de mi padre y de mí mismo y hablar de México.
“En todos mis otros libros, de alguna forma, mi vida o fragmentos de mi vida aparecen disfrazados o cambiados, les doy vuelta, pero aquí soy directo, no hay ningún enmascaramiento, no hay ficción alguna, excepto la ficción que da la propia memoria y cómo recuerdas tú a alguien que probablemente era distinto a cómo mi hermano Alejandro lo recuerda. Lo escribó sin ninguna especie de pudor ni de resistencia. Mi madre lo leyó, ya impreso. Ella pensaba que el retrato de mi padre iba a ser mucho peor –siente que yo escribo muy duro y muy descarnadamente–, y me dijo: ‘Coincido totalmente con el retrato que haces’.”
–Como tu lectora, Jorge, sentí que a tu padre no le perdonabas nada y me dolió tu dureza.
–No lo sé, yo trataba de ser sincero. En la familia, siempre tuve una buena relación con él, mucho más que Alejandro, mi hermano, y probablemente que mi madre. Ellos eran más duros que yo con él. A la hora de escribir el libro, traté de retratarlo más o menos como lo recordaba –un recuerdo muy cariñoso sin el más mínimo intento de rencor o de venganza. Pero al mismo tiempo, intenté ser duro con él y conmigo mismo, y ser duro con México.
–¿Hubieras querido ser médico, Jorge?
–Nunca. Hubiera querido ser científico, físico. Hubiera querido ser músico; hubiera querido ser pintor u otras cosas, pero me di cuenta de que médico no, cirujano menos. Él fue un gran, gran cirujano. Su felicidad era operar y ayudar a la gente. Nunca le interesó el dinero, nunca quiso tener una consulta privada. Era perfeccionista al extremo; cuando se dio cuenta de que la agilidad de sus manos no era ya lo que él pensaba, se jubiló y no volvió a ejercer. A partir de ahí no fue capaz de reinventarse.
“Me preguntabas por mi vocación; lo único que en algún momento llegué a considerar más cercano a la medicina es la sicología. Mi padre me dijo: ‘No, eso de sicología es una payasada. Yo estudié sicología, tienes que estudiar medicina y luego siquiatría’. Abandoné por completo la idea.”
—¿Era un padre que estaba todo el día encima de sus hijos?
–Muy, muy encima. Ni un momento de respiro.
–Al hablar de tu padre haces tu propia biografía en un país cruel y decepcionante, y tu relato parece un flujo de conciencia. ¿Lo es?
–Sí, creo que se volvió un flujo constante ensayístico más que narrativo, que empezó con mi padre, con un estudio del cuerpo y la historia de esa parte del cuerpo, y a partir de ahí saltar a otros lugares y finalmente aterrizar en el México actual. La parte más dolorosa del libro es el México que encontré cuando regresé en 2006, después de ocho años de ausencia en Salamanca, en Italia, en Francia, en Estados Unidos. A mi regreso empezó la decadencia física de mi padre y la guerra contra el narco, y no pude dejar de hacer una relación entre esos últimos años de mi padre con los años en que nos convertimos en este país terrible.
“Ayer estaba viendo las cifras de la guerra en Colombia y son cerca de 300 mil muertos en una guerra declarada; nosotros somos 150 mil en menos tiempo, en una guerra no declarada. La guerra contra el narco, como la llamó Calderón.”
–Tu libro tiene grabados antiguos de órganos del cuerpo humano tomados de libros de medicina…
–El libro es también sobre el cuerpo. Mi padre, como cirujano, se dedicaba a atender cuerpos, a meter las manos en los cuerpos. Además le encantaba hacerlo gratuitamente en el Seguro Social. Al mismo tiempo este país se fue llenando de cuerpos sin historia, todos esos cuerpos que a lo largo de estos 10 años hemos ido encontrando en fosas, en casas, en selvas, en descampados, hombres, mujeres y niños que no sabemos quiénes son. O al revés, historias sin cuerpo como los chicos de Ayotzinapa. Ahí lo que tenemos son sus historias, pero no tenemos sus cuerpos.
A mi papá lo cremamos, y en el Panteón Español hay una tumba familiar, que viene desde la época de mis abuelos.
–En tu libro no se te escapa ninguna de las grandes tragedias de los últimos 50 años. ¿Cuáles podrían ser los triunfos de México?
–La parte del régimen de la Revolución y el PRI ha sostenido –a pesar de todo– la importancia de la cultura a diferencia de la mayor parte de los países de América Latina. Toda una infraestructura: teatros, bibliotecas, centros culturales repartidos en el país, instituciones que realmente funcionan, como el Fondo de Cultura Económica o el Festival Cervantino. México da apoyos a la creación que no tiene ningún otro país de América Latina ni, en general, en el mundo. Tal vez falte llevarlos a más público, pero, en cualquier caso, creo que sí hay una clara conciencia de la importancia de la cultura.
–Sin embargo, México se ha convertido en el verdugo de quienes vienen de fuera, por ejemplo los centroamericanos… y eso no es ninguna cultura.
–Sí, nosotros creíamos que éramos sólo víctimas de los gringos, porque durante años solamente éramos mexicanos los que intentábamos cruzar a EU, y éramos maltratados, vejados o devueltos, como sigue pasando, pero ahora que México, desde hace unos años, se ha convertido en zona de tránsito para sudamericanos y centroamericanos nos damos cuenta de que los tratamos tan mal y a veces peor de lo que Estados Unidos trata a los mexicanos.
–En Examen de mi padre citas todas las tragedias de los últimos años desde el 68; la guardería ABC, en Hermosillo; Mamá Rosa, en Zamora, Michoacán; Ayotzinapa, en Guerrero; Nochixtlán, en Oaxaca; la guerra contra el tráfico de drogas; las infinitas desapariciones; Marcial Maciel y los Legionarios de Cristo; el pésimo trato a los migrantes…
–Siempre me interesó la investigación, no sólo la ficción pura, como a Nacho, sino mezclar la ficción con historias, con sociología, con ciencia, con otras materias.
Desde su primera novela dedicada a Jorge Cuesta, A pesar del oscuro silencio, Volpi no deja de publicar anualmente. Para él, escribir es respirar. El más prolífico del Crack y de todos los cracks, sus compañeros Eloy Urroz y Pedro Ángel Palou, atesoran su amistad como hizo Ignacio Padilla, siempre presente en la mente de Volpi y de nosotros, sus lectores.