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En el umbral de la Carlos Salvador Ordóñez Mazariegos Profesor-investigador de la Academia de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Plantel Cuautepec [email protected]
El Códice Mendocino y otras fuentes históricas señalan que la ciudad de Tenochtitlán, hoy Ciudad de México, fue fundada en 1325 sobre un pequeño islote en el lago de Texcoco. En el entramado que se teje entre el mito y la historia, en ese lugar sagrado los antiguos mexicanos avistaron un “águila posada sobre un nopal devorando a una serpiente”, señal mítica que Huitzilopochtli les había dejado a su pueblo como lugar para establecerse después de una larga peregrinación desde Aztlán. En menos de dos siglos los antiguos mexicas edificaron una enorme urbe de más de 200 mil habitantes que sorprendió a los propios conquistadores por ser más grande que las ciudades europeas de la época, pero en 1521 después de la tenaz resistencia a la invasión europea y el cerco militar que Hernán Cortés impuso a la ciudad, la gran Tenochtitlán fue devastada por la guerra, el hambre y las enfermedades. Los herederos de ese extraordinario pasado indígena persisten culturalmente en la Ciudad de México y sus 16 delegaciones en una telaraña de más de 145 pueblos y más de 171 barrios originarios, a la que se le suma la presencia de pueblos y comunidades indígenas de otras entidades federativas mexicanas que han emigrado del campo a la megalópolis como consecuencia de la exclusión social, pobreza, desigualdades persistentes y racismo que enfrentan cotidianamente. El rostro-corazón de esta constelación de pueblos y barrios originarios y comunidades indígenas suma alrededor de un poco más de 784 mil 605 habitantes ocupando más del 60 por ciento del territorio de la Ciudad de México, de acuerdo con la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (Sederec). Las culturas mesoamericanas nos siguen maravillando por sus saberes, filosofía y profunda cosmovisión, pero a casi 500 años de resistencia todavía no han sido reconocidas plenamente como sujetos de derecho colectivo, lo que representa no sólo una enorme deuda social e histórica, sino un ejemplo potente de la ceguera ontológica o bien del colonialismo jurídico que desde el derecho indiano impuso el “acátese pero no se cumpla” a los pueblos originarios. El Movimiento Indígena 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular; el movimiento zapatista, y las diferentes cumbres, congresos y foros indígenas continentales, dieron inicio a las discusiones en torno a las necesidades de legislar sobre los derechos colectivos de los pueblos originarios al territorio, la autonomía, la consulta, la educación bilingüe e intercultural, entre muchos otros. Esta fue la consigna desde el Primer Foro de los Pueblos Originarios y Migrantes del Anáhuac en 1996, pero pese a los esfuerzos posteriores del Consejo de Pueblos y Barrios Originarios de la Ciudad de México, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (Copred), así como organizaciones no gubernamentales y demás instituciones e instancias del gobierno de la Ciudad de México como la Sederec, Secretaría de Cultura, delegaciones y otras instituciones, no se ha podido cristalizar la Ley de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes en la Ciudad de México. Después de tres anteproyectos de ley presentados en la Asamblea Legislativa con la presencia de destacados investigadores de varias instituciones académicas y universidades públicas que nos sumamos a este quehacer en distintos momentos, no se ha tenido éxito legislativo debido a los tiempos políticos, conflictos entre los partidos políticos y/o entre sus fracciones, y la correlación de fuerzas en la Asamblea Legislativa. La nueva Asamblea Constituyente de la Ciudad de México que se instalará en septiembre ha prometido a los pueblos originarios incluirlos en las discusiones de la nueva Constitución de la Ciudad de México, pero aún tendrán que esperar una ley específica que armonice jurídicamente la legislación internacional, nacional y local en la materia. Hasta entonces, la única legislación vigente será la misma que está contenida en la legislación internacional como la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre otros, así como de las leyes nacionales, principalmente el artículo segundo constitucional, y la jurisprudencia nacional e internacional en materia indígena. Todo lo cual, sabemos, es limitado y no se adecua a las demandas históricas en la Ciudad de México. Las movilizaciones políticas y la denuncia social en una correlación de fuerzas que históricamente ha estado en su contra serán una alternativa. Se hará necesaria una dirección intelectual y moral capaz de lograr consensos y alianzas entre las distintas fuerzas progresistas que promuevan un Estado social de derecho que frene el empuje neoliberal que pone en peligro la continuidad historia, territorio, cosmovisión, ciclos festivos, sistemas económicos como el cultivo del maíz y las chinampas, sistemas de cargos, sistemas jurídicos, la lengua, la medicina, su estética y arte, y por lo demás, la vitalidad de los pueblos mesoamericanos. Reconocimiento de las prácticas Verónica Briseño Benítez Estudiante de Doctorado en Historia y Etnohistoria, ENAH [email protected]
El 15 de septiembre se instalará formalmente la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México. La tarea será redactar la primera Constitución de lo que hasta hace poco conocimos como Distrito Federal. Resultado de un largo proceso de reforma política, los retos del Constituyente serán no sólo armonizar derechos ya consagrados en la Constitución federal, sino establecer las bases de organización y gobierno interno de un espacio jurisdiccional que estuvo subordinado desde su fundación al gobierno central y al Congreso federal. El nuevo diseño institucional deberá reconocer las prácticas locales de organización y gobierno que los pueblos originarios han conservado históricamente para la resolución de sus necesidades sociales, políticas y materiales. Esta demanda ha sido enarbolada por los propios pueblos originarios que desde hace un par de décadas, y en convergencia con el movimiento indígena nacional e internacional, demandan al Estado mexicano el reconocimiento de sus derechos colectivos, así como de sus formas de gobierno y prácticas culturales. Éstas han existido desde el momento mismo en que “desapareció” legalmente el sistema municipal. Han existido aunque no figuran en la historia oficial de la ciudad, ni en las definiciones estatales de representación y participación ciudadana que se experimentaron durante el siglo XX (asociaciones de residentes, juntas de vecinos o consejos ciudadanos). El reto del Constituyente es mayúsculo, máxime si reconocemos que el tránsito de un gobierno municipal a uno delegacional ha sido un proceso poco estudiado. Es decir, ¿cómo experimentaron los pueblos el cambio de un gobierno electivo con atribuciones administrativas, de gobierno y recursos propios, a uno impuesto verticalmente desde el Ejecutivo federal? Recordemos que el 28 de noviembre de 1928 la Cámara de Diputados decretó la muerte legal del régimen municipal en el Distrito Federal. Sin embargo, el municipio, institución básica de administración y gobierno de las comunidades locales, representaba una experiencia política de larga data; el municipio (cuya expresión política a partir del siglo XIX fue el ayuntamiento constitucional) había sustituido en el gobierno local a los antiguos cabildos de pueblos de indios y de villas y ciudades españolas del periodo colonial. A finales del siglo XIX el gobierno federal avanzó en la sustracción de funciones municipales, en la federalización de recursos económicos y naturales y en la implementación de poderes paralelos, lo que terminó diezmando el gobierno municipal. La falta de claridad en cuanto a las funciones y materias de intervención municipal, en el caso específico de la Ciudad de México, profundizó el traslape jurisdiccional entre tres órdenes de gobierno en un mismo espacio: federal, local y municipal, cuyas tensiones y conflictos se extendieron a la totalidad del Distrito Federal. Así, al finalizar el siglo, el gobierno de Porfirio Díaz había expropiado al gobierno local áreas como la policía de seguridad, la instrucción primaria, la beneficencia y salubridad y la contratación de algunos servicios públicos, y controlaba la hacienda municipal. Por ello, la Revolución iniciada en 1910 enarboló como una demanda de justicia social el municipio libre. Base del gobierno político, administrativo y económico de los pueblos, el municipio vivió un breve periodo de vitalidad política. En el Distrito Federal, los cuerpos municipales recobraron parte de sus funciones gubernativas y el manejo de recursos financieros. Sin embargo, la intervención estatal –en particular del Ejecutivo federal-- en la conducción de la vida económica y política de la nación relegó sistemáticamente la presencia de las autoridades locales. En la sede de los Poderes federales, el gobierno central no sólo relegó, sino aniquiló legalmente la existencia del régimen municipal, es decir, el gobierno corporativo de los pueblos. De esa manera concentró las atribuciones que detentaron los cuerpos municipales en una figura unipersonal nombrada directamente por el presidente en turno: el jefe del Departamento del Distrito Federal (DDF). Este diseño vertical instaló en las nuevas delegaciones políticas a delegados nombrados directamente por el jefe del DDF y en muchos casos sin ninguna vinculación con las sociedades locales. La transición no estuvo exenta de conflictos, lo que implicó a su vez la continuidad de algunas figuras políticas y prácticas organizativas que, con o sin estatus jurídico, se convirtieron en interlocutores directos entre las sociedades locales y los órganos estatales. Esta amplia jerarquía de poderes intermedios se ha configurado en los pueblos por la fuerza de la costumbre y ha obligado a la alta burocracia a redefinir sus planes y políticas públicas. A pesar de haber perdido legalmente su gobierno propio, los pueblos originarios han podido reconstruir a partir de la experiencia local, la permanencia y configuración de figuras políticas como el subdelegado –hoy llamado coordinador de enlace territorial--, y las asambleas, comisiones o faenas comunitarias, instituciones propias que responden en primer lugar a las necesidades de la vida cotidiana y que el gobierno centralizado por el DDF no quiso o no tuvo la capacidad de resolver. Esta organización tiene una historia, una dinámica propia y una razón de ser. Su especificidad deberá plasmarse en el nuevo instrumento jurídico de la Ciudad de México.
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