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Pueblos indígenas y el constituyente Manuel Martínez Salazar Habitante originario del pueblo San Jerónimo Aculco Lídice De pronto, un día de enero de 2016, con un “adiós” y un “hola” de una campaña publicitaria gubernamental, los capitalinos nos enteramos que se promulgará nuestra Constitución; que ya no habrá delegaciones, sino alcaldías; que el Distrito Federal se llamará Ciudad de México, y ésta será la entidad 32 de la federación. Mal precedente es que no se haya tomado el parecer de los ciudadanos en general, y de los pueblos indígenas en particular, ni siquiera para definir el nombre de la entidad naciente. Resulta inadecuado nombrarla Ciudad de México, toda vez que el 59 por ciento de la superficie es suelo de conservación ecológica, territorio de pueblos rurales. Atenta contra la soberanía del Constituyente de la Ciudad de México que el Congreso de la Unión tutele la redacción de la Constitución imponiendo 28 diputados Constituyentes, y que el presidente de la República y el jefe de gobierno nombren otros 12.
En contraste, en la votación del 5 de junio, la población sólo eligió a una minoría, al 22 por ciento de los diputados que integrarán la Asamblea Constituyente. Los capitalinos, en particular los miembros de los pueblos indígenas, no nos vemos representados en este proceso constituyente, quizá por eso sólo acudió a votar el 28.4 por ciento del padrón electoral. Con estos antecedentes cabe preguntar: ¿Qué esperamos de la Constitución de la Ciudad de México respecto de los derechos colectivos de nuestros pueblos indígenas? Cabe recordar que en el 2001 se reformó el artículo segundo constitucional, y con ello se reconocieron a los pueblos indígenas y sus derechos. En virtud de ello, el gobierno y la Asamblea Legislativa del Distrito Federal tienen una deuda con los pueblos indígenas desde entonces, ya que no los han incluido en el Estatuto de Gobierno, ni han creado la ley secundaria que aborde y reglamente el cambio constitucional; tal como se mandata en el cuarto párrafo del mencionado artículo segundo: “El reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas se hará en las constituciones y leyes de las entidades federativas”. Los redactores del proyecto y constituyente deben considerar eso, y también, obligadamente, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), así como lo que indican los artículos primero y cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Además está la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, por sí les faltaran fuentes. No deben olvidar revisar el Proyecto de Iniciativa de Ley de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes del Distrito Federal, que se redactó en apego a recomendación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, para lo cual se conformó un comité ad hoc que lo entregó a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en marzo del 2015. Quienes demandamos el cumplimiento del mandato del artículo segundo de la Constitución consideramos que el proceso constituyente ha violado derechos de los pueblos, en especial el derecho a la autonomía y libre determinación, y su parte sustantiva, el de ser consultados previamente sobre las medidas legislativas y administrativas que les puedan afectar. De acuerdo con el Convenio 169 de la OIT, toda consulta indígena debe ser previa a cualquier medida administrativa o legislativa que les pueda afectar, y este es el caso de la reforma del artículo 122 constitucional de enero pasado, así como del proceso constituyente que de ella se derivó. Si bien se han realizado foros, conferencias y mesas redondas, además de que algunos pueblos indígenas y ciudadanos han expresado sus opiniones y planteado sus propuestas, es un hecho que el Estado no ha cumplido con su obligación de realizar una consulta indígena. Ello no libera al Estado de su responsabilidad de crear y respetar esos espacios de deliberación y toma de acuerdos, con base en los tiempos y procedimientos de pueblos y comunidades. Es obligado elevar la voz de los pueblos indígenas para que en la Constitución de la Ciudad de México y sus leyes secundarias no falten los siguientes derechos colectivos: -Que como entidades de derecho público se defina con precisión el sujeto de derecho que corresponde a los pueblos indígenas de la Ciudad de México. Los autóctonas de su territorio hemos decidido llamarnos pueblos y barrios originarios, mientras que las conformadas por migrantes procedentes de otras entidades son las comunidades indígenas residentes. -Que los pueblos y barrios originarios de la Ciudad de México descendemos de las comunidades que habitaban la región, donde ésta se asienta, desde la época prehispánica, y que desde entonces conservamos nuestras propias instituciones sociales, económicas, culturales, políticas o parte de ellas. -Que la composición multicultural, pluriétnica y multilingüística de la Ciudad de México es producto de la diversidad de pueblos y barrios originarios y de comunidades indígenas residentes aquí establecidas. -Que la conciencia colectiva sobre la identidad es el criterio fundamental para determinar si una comunidad y el territorio que ocupa es o no un pueblo o barrio originario. No obstante lo anterior, debe incluirse un mecanismo que se desarrolle en un marco de efectiva libre determinación, que garantice que las comunidades aún no reconocidas puedan serlo. Del silencio y reconocimiento de María Pía Torres Zamora Estudiante de Maestría en la Universidad Nacional Autónoma de México [email protected]
En febrero de 2016, cuando se dio a conocer el grupo de trabajo conformado por 28 personas que redactarían el primer borrador de la nueva Constitución de la Ciudad de México, el jefe de gobierno, Miguel Ángel Mancera, aseguró que éstas representarían a diversos sectores de la sociedad para asegurar la creación de un documento plural y enfatizó que “No se está excluyendo a nadie, absolutamente a nadie en el principio de esta gran tarea”. Dicha aseveración sólo dio pie a una pregunta: ¿cuáles son las posibilidades reales de representar en dicho proceso a los pueblos originarios, las comunidades indígenas –originarias y migrantes--, afrodescendientes y a la población de múltiples orígenes nacionales que en medio de procesos migratorios de gran escala se ha establecido en la Ciudad de México? La polifónica composición de voces que conforman la “base humana” de la segunda urbe más grande de América Latina, y que hasta hoy se ha visto invisibilizada, ha comenzado a re-aparecer en la discusión acerca de su participación efectiva en el proceso constituyente. Por una parte, ha quedado demostrado por medio de diversos estudios de carácter antropológico y sociológico e incluso de urbanismo, que la “geografía urbana” puede ser modelada y territorializada cultural y simbólicamente, ya que “el lugar” en donde se habita es un elemento polisémico, es decir, que significará cosas distintas para grupos diversos. En este sentido, los pueblos originarios son parte de esa diversidad de formas de ver la ciudad y de hacer ciudad, lo cual se expresa en lo cotidiano por medio de las más de dos mil fiestas que se realizan anualmente dentro de los pueblos que conforman el núcleo urbano, y otros ritos y prácticas que reproducen la vida cultural misma alimentando los lazos sociales de sus habitantes en medio de un contexto modernizador, globalizante y neoliberal que ha hecho más visible que nunca las asimétricas relaciones que se acunan como sociedad y que han negado históricamente el derecho a la existencia cultural alterna. Dado lo anterior, los pueblos originarios son una expresión territorial y humana de patrimonio colectivo, de una apropiación diferenciada de la urbe; portadores de una historia que transmiten tanto escrita como oralmente los sujetos –un claro ejemplo de ello es la Revolución Mexicana, que se encuentra muy presente, como parte de un “pasado reciente”, en la memoria de las y los habitantes de diversos pueblos y ejidos que componen la ciudad--, y que poseen una identidad colectiva que no sólo se inscribe en aspectos como la etnia, clase social, religión, nacionalidad, actividad productiva y género, sino también en el seno de las familias, comunidades, barrios y pueblos. El reconocimiento y la participación “desde abajo” –y no sólo de especialistas en el tema– en el proceso constituyente por parte de los pueblos originarios y comunidades indígenas que componen este gran asentamiento urbano aún son posibles y tendrían notables implicancias más allá de abrir un nuevo camino que siente precedentes acerca de la importancia y necesidad de un diálogo inclusivo en un proceso tan relevante como el actual. Tal participación dejarán de manifiesto lo necesario que es el reconocimiento de facto para la co-construcción de una herramienta legal y normativa que regirá un espacio cohabitado por más de 11 millones de personas, 143 pueblos y barrios originarios y 79 unidades prediales de base indígena, que sea capaz de amparar la celebrada “multiculturalidad y pluralidad” de la cual se hace gala en los primeros artículos de la Constitución nacional. Por último, resulta valioso el hecho de sentirse realmente representados y parte de un proceso que se muestra como un nicho legal que les permitirá proteger sus espacios por la vía de sus propias voces y en un sentido amplio, como una oportunidad de dar pasos en un camino en donde el diálogo, el respeto y la consulta sean lo prioritario.
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