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El nigromante constitucionalista Hacia un reordenamiento territorial etnoecológico* No hay Dios: los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos Los chilangos hemos emprendido la elaboración de la Constitución de la Ciudad de México que deberá sacarnos de nuestra minusvalía política. Momento oportuno para mirar hacia otros procesos fundacionales como el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-1857. Y hacerlo atendiendo no sólo a la carta que ahí se aprobó sino también a los debates donde se plantearon cuestiones vigentes y aún no resueltas. Dado que ahora la novedad es el reordenamiento territorial con criterios ecológicos y etnográficos, puede ser aleccionador asomarnos a lo que decía al respecto hace 160 años el congresista Ignacio Ramírez, apodado El Nigromante. El Nigromante sería excepcional si no hubiera tantos personajes extraordinarios en el siglo XIX mexicano. Ignacio Ramírez es conocido entre otras cosas porque en su discurso de ingreso a la Academia de San Juan de Letrán se atrevió a sostener que Dios no existe. Pero hay mucho más en su vida: a partir de 1845, en que fundó Don Simplicio, colaboró en periódicos como Themis Decalion –donde publicó el artículo “A los indios”, por el que fue acusado y enjuiciado--, El clamor progresista, La insurrección y El Correo de México, entre otros. Santa Anna lo encarceló en Tlatelolco, más tarde Comonfort lo mandó de nuevo a prisión y luego regresó a Tlatelolco por órdenes de Tomás Mejía. Por luchar contra la intervención francesa, Maximiliano lo mando primero a los calabozos de San Juan de Ulúa y luego a los de Yucatán. Fue brillante y creativo ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la Presidencia de Juárez, pero más tarde se opuso a su reelección y con Lerdo otra vez fue a dar al calabozo. Además de una cuantiosa obra periodística, escribió sobre historia política y pedagogía; también, sorprendentemente, libros de mineralogía y meteorología. Y es que El Nigromante sabía de ciencias naturales, lo que se deja ver en sus intervenciones como diputado en el Constituyente de 1856-57.
Sobre el proyecto de Constitución que se había presentado, observa Ramírez: “¿Por qué la comisión no dirigió una rápida mirada hacia nuestro trastornado territorio? Uno de sus miembros ha dicho que la división territorial no es una panacea […] Pero eso no es una razón […] ¿Qué males nos provienen, se ha dicho, de que las poblaciones sigan distribuidas del modo en que las encontró el Plan de Ayutla?” Muchos son los males –sostiene El Nigromante– que nos vienen de “negar la necesidad de una nueva combinación local” que tome en cuenta tanto “las exigencias de la naturaleza” como los “intereses de los pueblos”. Es decir, un reordenamiento del territorio nacional sobre bases ecológicas y etnográficas. “Ya tome yo por base los hombres, ya los territorios que habitan […] descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa”. Y el congresista empieza con la dimensión natural. “Los elementos físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes secciones con rasgos característicos muy marcados […] una nueva división tirada por la naturaleza. Desde las inmediaciones del Istmo hasta la frontera con Estados Unidos, tres fajas, una templada y dos calientes, nos aconsejan el establecimiento e tres series diversas de combinaciones territoriales […] Sobre las costas del Golfo de México descubro un basto terreno regado por caudalosos ríos y dilatadas lagunas: la abundancia de agua navegable acerca y confunde sus poblaciones”. Y se pregunta “¿Dónde la naturaleza formó un solo pueblo, nosotros formaremos fracciones de otros cinco? ¿Por qué conservar a Chihuahua y Durango poblaciones separadas por un peligroso desierto y una sierra intransitable? ¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el Estado de los Valles?”. Las propuestas concretas de Ramírez pueden ser discutibles, pero no la idea de una división territorial por cuencas, como ahora se estila. Pero donde El Nigromante se muestra más filoso y visionario es en el planteo de una división territorial que reconozca los ámbitos jurisdiccionales de los pueblos originarios. “La división territorial aparece todavía más interesante considerándola con relación a los habitantes de la República”, dice. Y empieza por un diagnóstico que inicia poniendo en entredicho la idea de que somos un pueblo mestizo. “Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es suponer en nuestra patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundirlas en una sola […] Muchos de estos pueblos conservan las tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad independiente y gloriosa. El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía la muralla que lo separaba de México. El yucateco puede preguntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos tan admirables como los que se conservan en Uxmal. Y cerca de nosotros, señores, esta sublime catedral que nos envanece, descubre menos saber y menos talento que la humilde piedra [en que ella busca] apoyo, el calendario de los aztecas. Estas razas conservan aán su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y por el idioma [Así] el amor conserva la división territorial anterior a la conquista”. A continuación El Nigromante da a los atónitos congresistas una pertinente clase de etnolingüística. “También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo ficticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se componen de radicales significativas […] partes de la oración que nunca o casi nunca se presentan solas y en una forma constante, como en los idiomas del viejo mundo; así es que el americano en vez de palabras sueltas tiene frases. Resulta aquí el notable fenómeno de que, al componer un nuevo término, el nuevo elemento se coloca de preferencia en el centro por una intersucesión propia de los cuerpos orgánicos; mientras que en los idiomas del otro hemisferio el nuevo elemento se coloca por yuxtaposición, carácter peculiar de las combinaciones inorgánicas. Estos idiomas […] no pueden manifestarse sino bajo las formas animadas y seductoras de la poesía…” Pero de inmediato el congresista regresa al tema político: la lengua como mecanismo de opresión colonial. “Estos tesoros cada nación los disfruta ocultos por el temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma, el indígena no comunica con los de otras tribus ni con la raza mixta, sino por medio de la lengua castellana. Y en ésta ¿a qué se reducen sus conocimientos? A las fórmulas estériles para el pensamiento de un mezquino trato mercantil y a las odiosas expresiones que se cruzan entre los magnates y la servidumbre”. Y concluye con una propuesta que, de haberse aprobado, hubiera instaurado en México un orden entonces –y ahora-- completamente inédito. “¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos, pero comenzad dividiéndolos por idiomas. De otro modo no distribuirá vuestra sabiduría sino dos millones de hombres libres y seis de esclavos”. Ramírez no se sacaba las propuestas de la manga. En muchos lugares eran demandas que movilizaban a la población. Así lo reseña el congresista “Y si nada dice a la comisión lo que llevo expuesto, dirija siquiera sus miradas a la agitación en que se encuentra la República. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado de Guerrero y contra sus votos prevalecen los intereses de un centenar de propietarios feudales. Hace muchos años que el valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local. Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos legales… A todas estas exigencias de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo; ¡Ya no es tiempo! nos contestarán los pueblos mañana, si queremos al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la anarquía”.
Hasta aquí El Nigromante se nos ha mostrado como un adelantado del neoindianismo decolonial del tercer milenio que reclama derechos culturales, políticos y territoriales para los pueblos originarios. Pero el problema de México a mediados del siglo XIX –como el del México del XXI-- no era sólo de opresión étnica, sino también de explotación clasista. Y Ramírez resulta un certero crítico del capitalismo, nueve años después de que apareciera el Manifiesto comunista (que, a juzgar por algunas de sus expresiones, había leído) y tres años antes de que Carlos Marx publicara el primer tomo de El capital. “El más grave de los cargos que hago a la comisión es haber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos arranca de la tierra ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que engalana a los pueblos. En su mano creadora el rudo instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en magníficos palacios. Las invenciones prodigiosas de la industria se deben a un reducido número de sabios y millones de jornaleros; donde quiera que exista un valor ahí se encuentra la efigie soberana del trabajo. Pues bien, el jornalero es esclavo. Primitivamente lo fue del hombre […] hoy se encuentra esclavo del capital que, no necesitando sino breves horas de su vida, especula hasta con sus mismos alimentos. Antes el siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abundantes frutos. Hoy el trabajador es la caña que se exprime y se abandona. Así que el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas… Sabios economistas de la comisión, en vano proclamareis la soberanía del pueblo mientras priveis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo… Mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda […] todas las utilidades de la empresa al […] capitalista, la caja de ahorros es una ilusión el banco el pueblo es una metáfora. El inmediato productor de todas las riquezas no […] podrá ejercer los derechos de ciudadano, no podrá instruirse […] perecerá de miseria en su vejez. Los economistas completarán su obra adelantándose a las aspiraciones del socialismo el día en que concedan los derechos incuestionables […] al trabajo”. En 1857 México tenía apenas 35 años de vida y en 1818, cuando Ignacio Ramírez nació, aún no existía como nación. Sin embargo ya entonces algunos luchaban por construir un país de libertades que en su tiempo no hubiera tenido par. Un país que ya quisiéramos tener hoy y que, cuando por fin lo tengamos, también habrá sido obra de ellos, de quienes nos precedieron. Si queremos liberarnos del eurocentrismo intelectual, lo primero es enterarse de lo que se ha pensado por acá. No inventemos el hilo negro cada dos por tres, escuchemos a El Nigromante que hace ya más de un siglo y medio decía cosas que hoy parecen novedosas. Prestemos atención a nuestros adelantados. *Las citas vienen de la Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente 1856-1857, integrada por Francisco Zarco.
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