17 de septiembre de 2016     Número 108

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


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Mujeres, tierra y territorio:
Aprendizajes para una citadina

Amaranta Cornejo Hernández Académica y activista feminista; actualmente Catedrática Conacyt adscrita al Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (Cesmeca)

En el verano de 1995 llegué por primera vez a La Garrucha, una comunidad zapatista. Pasé ahí varias semanas como observadora de derechos humanos, durante las cuales re-conocí a México como un país violentamente desigual, y también tiernamente combativo desde lo cotidiano. Mi rol incluía acompañar a las mujeres en sus actividades diarias de recolectar leña, ir por agua al ojo de agua, lavar ropa y bañarse en el arroyo, y eventualmente realizar compras en comunidades vecinas. Por las tardes las visitaba para tomar café en sus cocinas, y junto al fogón platicábamos mucho. En los meses que se sucedieron de forma interrumpida a lo largo de cuatro años desarrollé amistades con ellas.

Entre 1999 y 2004 trabajé en talleres de panadería con mujeres zapatistas de la zona ch’ol-tzeltal de Roberto Barrios. Con ellas también compartí tardes en el río y noches de tomar café junto al fogón, y también nacimos amistades y complicidades.

Todas estas mujeres, en esa cotidianidad compartida intermitentemente, me ayudaron a comprender de forma profunda aquello que en la licenciatura (Letras modernas inglesas) leí y analicé desde la crítica literaria: la noción que Virginia Woolf planteó sobre tener un cuarto para una misma. Si en mis espacios citadinos comprendía la relevancia de fomentar y nutrir la independencia de las mujeres, comenzando por lo material (un cuarto), en mi convivencia con las zapatistas comprendí que esa independencia es un vaivén entre lo material y lo simbólico, lo individual y lo colectivo.

Aun cuando de niña no me fue ajeno el campo, fue en esa relación con el zapatismo que me nacíó una cierta conciencia de lo que implica el campo, la tierra y el territorio como espacios de ser y de lucha, y fue en el espacio de la Maestría en Desarrollo Rural de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco (UAM-X) que lo nutrí y complejicé.

En una amplia voltereta espacio-temporal, en 2014 regresé a Chiapas. Esta vez las mujeres indígenas y campesinas del Movimiento en defensa de la tierra y el territorio y por el derecho a decidir me han mostrado un otro camino de lucha: el derecho al acceso, uso y usufructo de la tierra en la propiedad colectiva. Sí, constitucionalmente mujeres y hombres somos iguales ante la ley, y por lo tanto tenemos igualdad de derechos, incluido el acceso a la tierra; sin embargo, esto no se cumple en los hechos, en parte debido al carácter patriarcal de los reglamentos ejidales y comunitarios, los cuales son avalados por las instituciones del Estado, como los Tribunales Agrarios. Ante esto las mujeres no descansamos: desde siempre hemos propuesto y actuado para defender nuestros derechos.

La potencia de una demanda tan primordial radica en la posibilidad de que, al contar como mujeres plenamente con el derecho a la tierra, que pasa por participar en la toma de decisiones colectivas, podemos sostener un proyecto que apuesta por la vida. Una vida en la cual vivamos en el territorio donde reconocemos tener nuestras raíces, sin tener que migrar forzadamente porque ya no alcanza la tierra, o ya no alcanza lo que la tierra nos da para (sobre)vivir. Esta posibilidad es una impugnación vital hacia el proyecto de muerte que significa el capitalismo, el cual extrae la riqueza de los bienes naturales, incluido el aliento vital de mujeres y hombres. Así, la defensa del derecho a la tierra es una estrategia política para defender nuestros territorios de la dinámica de acumulación por desposesión.

Ahora rebaso los tres lustros en los que intermitentemente me mantengo en las discusiones en torno a la situación sobre el avance de los proyectos extractivistas en todo el país. Ese debate se ha madurado al trenzar lo teórico, lo político y lo emocional, que es como he aprendido con las mujeres a comprender, analizar y actuar. Es desde ahí donde reconozco la continuidad desde el Plan Puebla Panamá (PPP), desvanecido ante cuestionamientos hechos por diversos actores políticos en la región, hacia las actuales Zonas Económicas Especiales y el Acuerdo Transpacífico. Estos proyectos son impugnados en la movilización social y las mujeres hemos estado ahí.

Todas las salidas, visitas, talleres, asambleas, marchas y bailes con las mujeres del campo chiapaneco han nutrido mi visión de tierra y territorio para entender que son espacios de posibilidad ejercidos en lo cotidiano, de donde sacamos para comer, y donde vivimos las interrelaciones que nos hacen personas. Todo este compartir también me ha permitido cuestionarme qué significa ser mujer que construye un cuarto para sí misma. Desde mi corazón, en mi andar, respirar, mirar, escuchar, hablar y sonreír, entiendo que el cuarto de una misma existe en la medida que nos encontramos, re-conocemos y apoyamos, porque tenemos luchas, apuestas, e ilusiones en común. Entiendo también que ese cuarto ha de tener sus ventanas para poder mirar desde el corazón hacia el horizonte.

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