o basta con ser un ciudadano común y corriente para ser atendido con la debida responsabilidad por un empleado bancario”, comenta Clarisa Landázuri en su columna de La Voz Brava. Incluso duda de que ésta sea la mejor manera de plantear su sobresalto ante el caso que la ha afectado más recientemente. Pero añade que, si ésta no es la mejor manera de esbozar el problema ignora cuál sería, pues tiene la impresión de no haber encontrado hasta ahora a ningún empleado bancario, de ningún banco con los que ha tenido trato a lo largo del tiempo que la haya atendido, invariablemente, con la debida responsabilidad.
Habla de los empleados bancarios, pero podría hablar de cualquier tipo de empleado con la misma impresión de estar tratando con alguien al que ella parece no importarle. ¿O será que no hablan el mismo idioma? ¿Será que no le entienden? Lo cierto es que tiene la impresión de que no la respetan. Siente que carece de autoridad.
Clarisa no quiere implicar que los empleados, ya sea de los bancos o de los comercios o de las oficinas gubernamentales, no sean amables, pues suelen serlo, no sólo amables, sino notoriamente amables. Por lo general tienen un aspecto pulcro y correcto y acostumbran ser sonrientes. Preguntan al cliente, una vez concluida la operación que los hubiera ocupado, si hay algo más que ellos pudieran hacer por él, sin olvidarse de que, si el cliente no tiene nada más que pedirles, le agradecerán haber acudido a ser atendido en ese banco en particular.
Amables son; lo que casi no son es responsables. Ante una solicitud apenas fuera de lo común, se aturden, la boca se les abre como a personaje de tira cómica que de pronto se pasmara delante de algo insólito, nunca visto ni menos previsto.
El jueves pasado, por ejemplo, Clarisa bajó a la ciudad para hacerle un depósito a su ahijada. Así, al llegar su turno, se acercó al mostrador y de este lado de la ventanilla blindada ofreció al empleado el dato bancario que tenía de su ahijada para que, a su vez, el empleado tuviera con qué iniciar el trámite para depositar los billetes que Clarisa, a continuación, le hizo llegar a través de una pequeña charola en la base del vidrio blindado, charolita de metal con una mitad del lado del cliente, y con la otra mitad del lado del empleado, sin que la entrega del dinero tuviera que hacerse de la mano de una persona a la de otra, como se esperaría que la transacción se efectuara en una sociedad civilizada.
Apenas vio el empleado el dato bancario que le mostraba Clarisa, con una voz apenas audible, debido al grosor de la ventanilla blindada que los separaba si no era que los protegía al uno del otro indistintamente, le comunicó a la clienta que ese dato, que consistía en una larga cifra, no era el adecuado para hacer el depósito de ese dinero, monto considerable que el empleado ya había contado no una sino dos veces, con una velocidad infalible y envidiable, lo dirá Clarisa por cortesía. A continuación, el empleado le pidió a Clarisa que, en sustitución de esa cifra inservible, que era el número de contrato, le facilitara el número de cuenta del cliente al que había que hacerle el depósito. Para proporcionárselo, Clarisa debía comunicarse telefónicamente con su ahijada. Sólo puede llamarla desde afuera del banco.
Pero éste no fue el último dato que le fueron pidiendo en vez del número de contrato, que era el único con el que Clarisa contaba. Y cada vez que debía salir del banco para hacer la llamada correspondiente, el empleado le devolvía el efectivo, de modo que, cada vez que Clarisa sacaba nuevo turno y se lo tendía al nuevo empleado, éste volvía a contar los billetes. Las idas y venidas se multiplicaron a medida que la paciencia de Clarisa disminuía. Por fin pidió hablar con el gerente de la sucursal.
Cuando él pudo escucharla, no sin interrupciones para atender otros asuntos, en menos de un minuto, y a partir del mismo número de contrato que a los empleados no les servía, mediante una rápida consulta en su computadora, le proporcionó a Clarisa los datos adecuados. Asombrada, Clarisa preguntó cómo había sido posible que a él sí le hubiera funcionado la cifra que a ninguno de los empleados de ventanilla le había funcionado. La respuesta del gerente, sin embargo, más bien desconcertó a Clarisa. “No todos los empleados quieren practicar el truco, por eso no encontraban el dato.”