n grave error han cometido los obispos mexicanos al legitimar, política y religiosamente, al Frente Nacional por la Familia. Están refrendado el rostro más oscuro y conspirativo de la ultraderecha católica mexicana. Si bien siempre ha existido una estrecha relación entre muchos obispos y los ríos subterráneos del fundamentalismo católico, pocas veces habían recibido el respaldo episcopal de manera pública. El terror de Dios puede hacerse presente en suelo mexicano con la aparición pública del Yunque. El fanatismo delirante puede reaparecer en la esfera pública y apoderarse de las buenas conciencias
, convirtiéndose en nuevos soldados de Cristo. El Yunque, con toda su turbia historia, está de vuelta en las marchas del 10 y 24 de septiembre. Ese fundamentalismo católico encontró en las debilidades de Enrique Peña Nieto y sus erráticas decisiones el campo fértil para expandir su revanchismo. El Estado laico vive ahora la presión del fundamentalismo. El pretexto es la defensa de los valores fundantes de la familia y la patria. Hay una clara disputa por la identidad desde la resistencia. Pablo González Casanova, en su libro clásico La democracia en México, alertaba con preocupación sobre la reactivación de estos grupos en 1961, que además de exaltar campañas anticomunistas, bajo la consigna: cristianismo sí, comunismo no
, manifestaban tajante rechazo y movilización conservadora a lo que entonces llamó la profanación de las costumbres
.
Ese fundamentalismo católico, de herencia cristera, es portador de una cultura de violencia física, verbal y sicológica. Basta ver la deslealtad con que el frente fundamenta sus convocatorias a las marchas, sus panfletos tramposos; todo esto impregnado de un discurso de odio y desquite histórico. Nada abona al momento delicado que vivimos como país. En suma, en los métodos y argumentos esgrimidos en publicaciones como el semanario Desde la Fe los obispos han marcado diferencias con el papa Francisco, cuya actitud, por el contrario, es de apertura, comprensión y misericordia hacia la condición homosexual. Insisto, en la circunstancia actual que guarda la nación, los obispos están jugando con fuego.
Fruto de los grandes cambios de la cultura contemporánea, está irrumpiendo una nueva civilización. No son sólo ideas, sino nuevas prácticas que inciden en nuestra vida cotidiana. Lo contemporáneo aporta un conjunto, a veces desordenado, de lo que llamamos sentido común y códigos alternos, como formas distintas de trabajar, informarse, convivir, nuevos tipos de familia, de amar, de organizar la economía, de practicar la política y de convivir con una pluralidad social más explícita, que denominamos tolerancia. Sin embargo, al mismo tiempo surgen reacciones y movimientos contraculturales que rechazan radicalmente los cambios y se aferran al pasado. Describen lo actual como una desviación perniciosa de la historia e invitan a regresar a los orígenes. Hay diversos grados de resistencias, que van desde las generacionales, nostálgicas, hasta las radicales, que generan militancias intransigentes. A los movimientos religiosos intransigentes que combaten furibundamente la modernidad y lo contemporáneo se les llama fundamentalistas. Frente a las nuevas maneras de entenderse a sí mismo, surgen los fundamentalistas que reivindican la lectura literal de los textos religiosos fundantes, como el Corán, la Biblia, la Torah. Dichos textos, tal cual están escritos, son el fundamento de la conducta de las personas. En Estados Unidos, después de la Primera Guerra Mundial, se expandió el literalismo bíblico, el regreso a una supuesta rectitud de conducta, es decir, la exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida en las escrituras sagradas. A fines de los años setenta, el fundamentalismo se aplicó también en las corrientes integristas del islam, presentes en la revolución del ayatola Jomeini en Irán, que no sólo pretendía constituirse en un movimiento religioso y político de masas para restaurar la pureza islámica mediante la aplicación estricta de la ley coránica a la vida social, sino incitaba la violencia.
En el entorno internacional se registra un preocupante ascenso de los fundamentalismos. No sólo el islamismo, foco de la atención mediática, sino el fundamentalismo cristiano también. Donald Trump es fruto del fundamentalismo sajón, que despliega un discurso xenófobo, racista y homófobo. En México la ultraderecha católica se caracteriza por pretender instaurar un orden social cristiano desde una delirante militancia cuyo epicentro más reciente se sitúa en la guerra cristera 1926-1929. El propósito es construir un orden social teocrático protomedieval. De ahí que los valores, la ética social y la política son su campo de luchas preferidas. Dicha derecha es heredera de lo que el sociólogo francés Émile Poulat denominó catolicismo social intransigente, es decir, su apuesta histórica no está a debate; las raíces históricas se remontan al tajante rechazo de los valores y sistemas sociales construidos por la modernidad, que se sustentan en la racionalidad y el liberalismo. En la actualidad, el papa Francisco en reiteradas oportunidades ha condenado el fundamentalismo y ha pedido impugnarlo. El 29 de noviembre de 2015 sentenció: “El fundamentalismo es una enfermedad que se da en todas las religiones… Nosotros los católicos tenemos algunos –muchos– que creen tener la verdad absoluta y continúan manchando a otros con la calumnia, la difamación, y hacen daño. Esto lo digo porque es mi Iglesia. El fundamentalismo religioso se debe combatir”.
La querella por los matrimonios igualitarios es un pretexto para exaltar el delirio persecutorio. En realidad es una disputa cultural de México consigo mismo. Hace presencia ese México conservador que creemos que ya no existe. La novedad es el advenimiento de algunas iglesias pentecostales a las movilizaciones anunciadas. También, de manera oportunista el Partido Encuentro Social, el partido de la familia, cuyo dirigente, Hugo Eric Flores Cervantes, ha reiterado que su partido no es religioso. Los hechos y expresiones públicas demuestran lo contrario. Sus candidatos destilan homofobia, como fue el caso de su aspirante a la gubernatura de San Luis, Arturo Arriaga, quien comparó la homosexualidad con el narcotráfico y afirmó que los gays y madres solteras dañan la familia (Excélsior, 31/3/15). Muchas preguntas quedan tras las marchas anunciadas. La principal: ¿qué capacidad de convocatoria y fuerza tiene hoy la ultraderecha católica en México? Lo veremos pronto.