obre la reunión del G-20 en Hangzhou, China, pende la duradera condición de lento crecimiento de la economía mundial que se ha asentado desde la crisis de 2008. China, que tiene altas tasas de expansión productiva: 14.2 por ciento en 2007 y 9.2 en 2009, creció 6.9 por ciento en 2015 (cifras del Banco Mundial). Las previsiones de aumento del PIB en el mundo para este año y el siguiente se han reducido a 3.1 y 3.4 por ciento, respectivamente, y se espera que haya otra corrección a la baja en octubre (Fondo Monetario Internacional).
En Estados Unidos la recuperación no se ha consolidado e, incluso, las cifras recientes de creación de empleo no sustentan la política de revisión al alza de las tasas de interés, anormalmente bajas en ese país. Mientras que la Reserva Federal busca cómo elevar las tasas, los países europeos siguen aplicando medidas de expansión monetaria con tasas de interés negativas en algunos casos.
Esta falta de sincronía es una expresión de las condiciones de la crisis misma y contrarresta las posibilidades de crecimiento del PIB. Lo que priva en los mercados de capitales es el uso especulativo de los recursos a expensas de la inversión productiva y la creación de empleos e ingresos.
Según los informes de la Organización Mundial del Comercio, desde la reunión del G-20 en Turquía, el año pasado, se han aplicado entre esos países 145 acciones adicionales de restricción comercial, el registro más alto desde 2009.
A pesar del constante reconocimiento de la insuficiencia del crecimiento de las economías desde hace nueve años, no se han recreado las condiciones para el relanzamiento de la actividad económica. En cambio, las pautas de la generación y el uso de los recursos tienden a separarse entre países y regiones, como se aprecia en el caso de la decisión de Reino Unido de salir de la Unión Europea. A eso hay que añadir el conjunto de medidas de política económica que se aplican en esa zona y que no consiguen expandir la demanda agregada y apuntalar una expansión.
La globalización, que ha sido el fenómeno económico predominante en las tres últimas décadas, y del que China ha sido uno de los principales beneficiarios, está ahora cuestionada políticamente. La campaña electoral en curso en Estados Unidos ha centrado buena parte de su atención en la vuelta a las medidas proteccionistas. Los argumentos de Trump coincidían en buena medida con los de Sanders en las elecciones primarias, y orillan a Clinton en esa dirección. México, por cierto, está en la mira de esas revisiones de los flujos de comercio e inversión.
En fin, que las secuelas de la crisis financiera no se han agotado. Persisten fuertes desequilibrios en las corrientes del crédito y en la solvencia de los bancos, como ocurre en Italia. Y, sobre todo, no se recomponen los escenarios para la expansión.
La duración de esta crisis tiene ya notorias repercusiones políticas, otra vez, los casos del Brexit y de la candidatura de Trump son ejemplares. Pero no son únicos. En los países de este de Europa hay un resurgimiento de los movimientos ultranacionalistas que, además, están motivados por las secuelas de la guerra en Medio Oriente y las grandes corrientes de migrantes.
En materia financiera se mantiene el predominio del dólar en los mercados mundiales de dinero y capital. Las bajas tasas de interés propician que aumente la contratación de deuda pública, en especial de las llamadas economías emergentes, destacando en América Latina México y Argentina. Se estima que en este año la emisión la deuda de los países emergentes sea de 125 mil millones de dólares. Arabia Saudita entra a este mercado, lo que indica el impacto del bajo precio del petróleo.
En México, el banco central ha advertido expresamente sobre el riesgo que significa el aumento de la relación de la deuda con respecto al producto. Pero las necesidades financieras del gobierno son elevadas, y para contrarrestarlo queda bajar el nivel del gasto, es decir, aplicar medidas que llevan a la contracción del ingreso.
La demanda de dólares continúa siendo un rasgo clave de la economía mundial. Esta condición que se estableció a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, se modificó de modo significativo en 1971 con la declaración de inconvertibilidad del dólar por el oro, establecida en los acuerdos de Bretton Woods (1944), y luego se ha alterado de nuevo tras la crisis de 2008.
Lo que se mantiene es el deseo de tener dólares, especialmente como instrumento de reserva de valor. Y esto se asocia con el hecho de que se admite que el gobierno de Estados Unidos paga su deuda que está denominada en dólares y es el emisor de esa moneda. No hay ninguna otra que haya sido capaz de sustituirla como reserva de última instancia.
Según algunos teóricos esto le da al dólar y, por ello, a Estados Unidos, un privilegio exorbitante (Barry Eichengreen). Y así es, ese país financia su déficit atrayendo inversiones de otros países que compran deuda emitida por el gobierno. Incluso el enorme superávit chino está colocado en deuda pública emitida en dólares. Este privilegio seguirá en pie. Todos, sean gobiernos o particulares, están en pos del dólar.