ti me dirijo, aunque no me importe haber olvidado tu nombre. Pululaban muchos como tú, muy bien vestidos y endilgando una palabra en inglés en cada frase. Seguramente llevabas ropa de marca y circulabas en un magnífico automóvil y diste lugar a que proliferaran restaurantes caros en Guadalajara.
Lo que sí recuerdo con precisión fue aquella frase con la que rubricaste tu manera de ver la vida: “Ya estoy harto de aquellos que dicen preocuparse de los pobres y se envuelven en la bandera…” Fue una suerte que otros intervinieran antes de que lanzara mi réplica emanada de un anhelo de justicia social y el deseo de que en mi país, como decía Daniel Viglietti, algún día la gente viva feliz, aunque no tenga permiso
. Para tu molestia soy un arcaico forjado en la escuela pública, donde entendí que el privilegio de tener una instrucción que no todos pueden alcanzar debe comprometer a una solidaridad con quienes viven en mi derredor y poco tienen, en vez de pretender, como tú, que deben estar a mi servicio.
Habías leído a Francis Fukuyama ( El fin de la historia, sic) y te habías abrazado a la idea conveniente del pragmatismo del mercado y esta seudodemocracia alternativamente acomodada a los dueños del capital, ya sin ideologías perturbadoras, como estableció el tal Daniel Bell. Con el nuevo milenio llegaba el paraíso.
En efecto, tal como dijo el viejo Marx, la estructura económica determinó la vida de la nueva sociedad: en el mundo en pos de la dolarizada chuleta se han cometido barbaridades inimaginables; entre ellas destaca la posibilidad de que un imbécil como Donald Trump acceda al gobierno del país más belicoso de la tierra y hasta tú correrás el peligro de tragar mierda; por doquier vemos que se resquebrajan estructuras que crearon. Tal vez el retiro de Gran Bretaña de la Unión Europea no sea un caso aislado.
Pero no vayamos tan lejos: en México se acabó la paz (hace mucho que estamos en guerra a veces no tan solapada) y, aferrados al neoliberalismo descarnado que Felipe Calderón llevó a las últimas consecuencias, todo parece ser que la conflictiva más bien tiende a expandirse. El gobierno, perseverando en servir a gente como tú, poco puede hacer para controlar la situación.
En México perdimos la cohesión. El tejido social, como dicen los expertos, se ha desgarrado por no sé cuántas partes y ahora desconfiamos hasta de nuestra sombra.
En México aumentó la corrupción como resultado de que cada quien piensa solamente en su propio santo. Haber privilegiado de tal manera el mercado en detrimento del valor y de la solidaridad nacional, en paralelo con el empobrecimiento de la mayor parte de la población, a pesar de buenos números macroeconómicos, ha convertido a cada mexicano –pobre o rico– en un verdadero lobo depredador de los demás mexicanos. Dentro o fuera de la ley muchos millones buscan desesperadamente encontrar el modo de paliar sus más imperiosas necesidades.
Tú mismo te encierras a vivir en cotos prácticamente amurallados y procedes a usar tu carrazo como los de antaño solamente en Estados Unidos. En nuestra tierra tienes miedo de que te vean en él.
¿Estás contento con ello? De hecho, los únicos que pueden salvarnos de la debacle, para tu vergüenza, son aquellos que todavía están dispuestos a envolverse en la bandera.
A Enrique Toussaint, analista político