l presidente Juan Manuel Santos ordenó ayer el cese al fuego definitivo contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC), el cual será efectivo a partir del 29 de agosto. La acción se produjo durante la sesión del Senado en la cual el mandatario entregó al presidente de esta cámara el texto íntegro del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, firmado el miércoles por el jefe del equipo negociador del gobierno, Humberto de la Calle, y el representante de la organización guerrillera, Iván Márquez. Este histórico acuerdo deberá ratificarse el 2 de octubre en un plebiscito con el cual culminará el proceso de negociaciones que desde el 4 de septiembre de 2012 tiene lugar oficialmente en La Habana.
Pese a que el actual ciclo de negociaciones tiene precedente en otros tres intentos para desmovilizar de manera pacífica al grupo guerrillero más antiguo de América Latina, todos los actores reconocen que Colombia nunca había estado tan cerca de alcanzar la paz. Es difícil exagerar la importancia histórica de un momento en que se está a punto de poner fin al conflicto armado que estalló en 1964 y que en medio siglo ha dejado 300 mil muertos, 45 mil desaparecidos y hasta 6.9 millones de desplazados internos, según cifras oficiales.
A la trascendencia que el hecho tiene en sí mismo, debe abonarse que se trate de una paz democrática, sometida voluntariamente por los participantes a la decisión soberana del pueblo colombiano, pese a que las leyes facultan al presidente a implementarla sin consulta previa. Otro elemento positivo se encuentra en el carácter público del acuerdo, que desde ayer el Congreso puso a disposición de todos los ciudadanos a través de Internet, con lo cual se contribuye a un debate informado y argumentado de cara a la votación en que se decidirá la instalación de la paz o el regreso a las hostilidades.
Lamentablemente, este clima cívico indispensable se ve amenazado por sectores nostálgicos de la violencia como los nucleados en torno al ex mandatario Álvaro Uribe y a militares recalcitrantes que incluso antes de conocerse oficialmente las negociaciones con la guerrilla han agitado las banderas del miedo, la venganza y el fanatismo de la mano dura para descarrilar cualquier salida negociada al sangriento conflicto. Es debido reconocer que la apuesta por la vía armada también tiene defensores entre los integrantes de las FARC, pero hasta ahora tales expresiones han supuesto un riesgo menor al proceso de paz, en la medida que no ejercen un sabotaje activo como el que encabeza el senador Uribe. Cabe hacer votos por que el pueblo colombiano actúe con sabiduría ante las voces que insisten en la lucha fratricida y tome una decisión basada en la responsabilidad cívica.
Ahora que se encuentra a la vista el fin de una larga serie de esfuerzos, es necesario reconocer el valor que tanto el gobierno de Juan Manuel Santos como el secretariado de las FARC mostraron al romper con el lastre de cinco décadas de violencia. Al sentarse a negociar con la voluntad política de hacer concesiones y escuchar las peticiones del otro, ofrecen un ejemplo no sólo para los colombianos, sino para todos los participantes en conflictos armados o de cualquier otra índole: el ejemplo de que el diálogo es útil y fructífero en toda circunstancia, a condición de que se entable con la disposición de ceder y la decisión de mantenerlo hasta el final, pese a todos los obstáculos posibles.