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Viene a cuento y suple al consabido Editorial el texto leído en la presentación en Bellas Artes de los libros Mitos; Héroes fundadores, reyes subterráneos y seres extraordinarios; Cuentos de animales, tramposos, flojos, compadres y otros pícaros, y Juan Oso, Blanca Flor y otros cuentos maravillosos de ultramar, con historias compiladas y comentadas por Elisa Ramírez Castañeda, de las que en este suplemento se presentan algunos fragmentos. De viva voz Estaba yo un día en La Selva tomando el sol y saboreando un buen café, cuando de pronto llegó el conejo cargando una enorme piedra. “Amigo coyote —me dijo—, esta piedra sostiene al mundo y si se deja caer el mundo también se cae”. Dicho lo cual me pasó la piedra. “Ahorita vengo –dijo–, no me tardo”. Y se fue. Se fue el muy cabrón dejándome con la piedrota y con la responsabilidad. Claro que el conejo no era conejo, sino Elisa Ramírez, y la piedra no era piedra, sino los cuatro volúmenes con cerca de 900 páginas atascadas de mitos cosmogónicos, sagas heroicas, narraciones locales y versiones de cuentos de ultramar. Lo que no es una piedra pero si una enorme responsabilidad. Y no. No la dejé caer. Leyendo la Nota inicial, las introducciones y, a saltos, algunas de las sabrosas narraciones que la compiladora presenta agrupadas, ordenadas, elegantemente redactadas, debidamente ubicadas y a veces, si no interpretadas sí explicadas, ratifiqué algo que ya sospechaba; que Elisa Ramírez es una persona muy especial. Poeta e historiadora; socióloga, etnóloga práctica, estudiosa y promotora de la educación alternativa, traductora, prologuista, editora, fan del México profundo y gente comprometida con (casi) todas las causas justas, Elisa tiene muchas gracias y por tanto le quedan muchos adjetivos. Pero yo buscaba uno que describiera las habilidades que desplegó para armar estos libros, este prodigioso arcón de historias. Y no encontré otro más adecuado que chimiscolera. Cuando platicamos, no deja de admirarme la cantidad de historias que Elisa se sabe: historias de primos y primas, de tíos y tías, de abuelos y abuelas; historias de los amigos y también comprometedoras historias de los enemigos. Historias, historias, historias… Elisa se sabe todas las historias, porque Elisa es una chimiscolera. Y que nadie vaya a pensar que se trata de un insulto. Chimiscolear es una palabra de abolengo que viene de los términos náhuatl cem ixcoli, que quiere decir una cucharadita o un trago, y de ahí vienen chimisco o chimiscol, palabras con las que nos referimos al aguardiente. Pero el chimiscolero no es el aficionado al trago sino el que es dado al chisme, al arguende, el que disfruta escuchando y contando historias. Y por eso digo que Elisa es una chimiscolera. Inclinación al comadreo que le sirvió para ir coleccionando a lo largo de muchos años, de hecho a lo largo de toda una vida, mitos, narraciones, cuentos… Historias que en este caso provienen del México profundo o por lo menos que han pasado por el filtro de nuestros pueblos originarios. Porque los textos que aquí se agrupan salen de la tradición oral en lenguas mexicanas. Relatos de viva voz que fueron recogidos por etnólogos, lingüistas, folcloristas y a veces por la propia Elisa. Dice Elisa en la Nota inicial que “el paso de la oralidad a la escritura es un asunto de literatos, no de científicos sociales”. Y los libros que nos ocupan son prueba de lo que afirma, pues lo que en ellos encontramos no son reproducciones exactas de lo que alguien dijo, sino traducciones que buscan reconstruir con otros códigos el sentido y la intención del discurso verbal. Lo que, además, hace que las narraciones compiladas en esta obra sean muy legibles. Sean, además de etnografía, literatura; buena literatura. La lectura de algunos de los mitos que están en el primero y mayor de los volúmenes, de una parte de las sagas extraordinarias que figuran en otro, de una selección de los cuentos picarescos que integran el tercero y unas cuantas de las narraciones de ultramar vueltas a contar que le dan cuerpo al cuarto, me convenció de que no andaba yo por mal camino en algunas de mis preocupaciones recientes relacionadas con el papel de la alegoría, de la parábola, del lenguaje figurado en la comunicación de las cosas que en verdad importan. Estrategia sesgada que está en los textos que nos entrega Elisa, que encontramos en todas las culturas que en el mundo han sido y que, pienso, sería bueno recuperar. Me explico. Con cerca de 70 lenguas originarias que aún se hablan México es un batidillo lingüístico. Pero no es una babel porque en el fondo los diversos pueblos —originarios o no— hablan de lo mismo, porque cuentan historias semejantes, porque más allá de la pluralidad idiomática hay un corpus cultural que en sus grandes trazos compartimos. Además de que no sólo hablando se entiende la gente y nuestras historias se gesticulan, se representan, se cantan y se bailan de modo que nadie necesite traductor para entenderlas. Nos recuerda Elisa, en la Nota inicial de su compilación, que hace cien años el antropólogo Franz Boas, que estudiaba la tradición oral, concluyó que ninguno de los cuentos que se contaban en este continente eran puros, que todos habían llegado del otro lado del mar. Eurocentrismo extremo cuestionado por otros antropólogos igualmente solventes. Lo cierto es que en lo tocante a las historias que se platican por estos rumbos hay préstamos, contaminaciones, mestizaje, sincretismo continental y trasatlántico. Pues de eso se trata: la preservación de la “pureza” no ha sido nunca costumbre de los pueblos hechos de antiguo a la interculturalidad. Como vemos en el primer tomo, casi todos los mitos cosmogónicos mesoamericanos remiten al maíz y siguen los mismos patrones cíclicos; igualmente en las seculares historias de pícaros recuperadas por Elisa en el volumen dedicado a cuentos de animales protagonizadas por fauna antropomorfa, se repiten hasta el infinito las del conejo y el coyote, el tlacuache y el tigre, el mono y el cocodrilo es decir la fábula del débil astuto que con sus trapacerías y su ingenio vence al fuerte pero torpe. Además de que sacras o profanas, las historias de los pueblos se narran con aspavientos, con harta gestualidad y teatralización. Y a veces las sagas y relatos se despliegan en fiestas y rituales que combinan música, danza, canto, recitados, vestuario, maquillaje, escenografía y parafernalia diversa, además del trago, si no es que otros sicotrópicos porque es sabido que para ver lejos y asomarse al fondo hay que “ponerse hasta atrás”. Recursos comunicativos que trascienden el idioma y para el extraño funcionan como traducción alternativa sin necesidad de que por fuerza se conozcan la sintaxis y el significado de las palabras. Comunicación metalingüística que es posible, además, porque –como lo documentan ampliamente los cuatro volúmenes compilados por Elisa– si se trata de adentrarse en cosas importantes, nuestros pueblos cuentan historias. Las antiguas culturas manejaban sin duda conceptos abstractos, sabían de silogismos y desarrollaban razonamientos lógicos. Pero este no es más que uno de los caminos a la universalidad y no necesariamente el mejor. El otro es el lenguaje figurado y metafórico, las alegorías, las parábolas. Y ese es el que se ocupa cuando abordamos cuestiones trascendentes. No apelaré ahora a la compilación de Elisa sino a la Biblia y en particular al Nuevo Testamento. Escribe ahí San Mateo: Se acercaron después sus discípulos y le preguntaron ¿Por qué causa les hablas con parábolas? Jesús les respondió: Porque a vosotros os es dado el privilegio de conocer los misterios del reino de los cielos, más a ellos no se les ha dado. Por eso les hablo con parábolas… (San Mateo XIII, 1, 2, 3, 9, 11, 13). Véase como, en un discurso que se muerde la cola, Jesús empieza a contar parábolas con una parábola que, además, se refiere precisamente a lo que se dispone a hacer: la parábola del sembrador de netas. En cuanto a eso de que las parábolas son para los rústicos que no entienden de otro modo, me parece que esa es la versión de los Apóstoles, transmitida por San Mateo, es decir la versión de los iniciados, de los que sí entienden el lenguaje directo. La misma idea está en San Juan, cuando pone en boca de Jesús: “Estas cosas he dicho usando parábolas. Va llegando el tiempo de que ya os hable directamente. A lo que responden sus discípulos: Ahora sí que habla claro, y no con proverbios” (San Juan XVI 25, 29). Tengo para mí que Jesús hablaba realmente claro cuando hablaba con la gente del común. Y al pueblo le hablaba con parábolas: historias polisémicas que pareciendo decir una cosa dicen también otra. Más aún , sí quería que le creyeran, el nazareno no sólo tenía que contar parábolas también hacer milagros, morir en la cruz y resucitar al tercer día pues para los de a pie la verdad es de bulto, no verbal sino fáctica. Pero no sólo en Galilea; también por estos rumbos cundía y cunde el lenguaje figurado, como se constata en la obra de Elisa, como lo vemos el Popol Vuh, y como lo documenta el Chilám Balám de Chumayel. Es verdad que por su hechura final en 1782, en el Chilam Balam de Chumayel junto a lo autóctono está presente el imaginario de la cristiandad. Sin embargo, llama la atención que cuando se trata de asuntos decisivos como el tránsito de un tiempo a otro, es decir de un Katún a otro Katún, el relato de Chumayel –como el de Galilea– apela a las parábolas. Así, para que el nuevo Katún sea admitido, sus enviados tienen que resolver enigmas que son figuraciones –como bien se decía antes–, alegorías formuladas por “el preguntador”: Lenguaje de figuras y su entendimiento. He aquí el lenguaje de alegorías, lo que va a decir lo que va a preguntar el Rey de esta tierra cuando llegue el día en que acabe el tiempo del Tres Ahau Katún. He aquí el primer enigma que les propondrá “Traed el sol” les dirá claramente el Verdadero Hombre. En lenguaje figurado ha de entenderse. Esta es la segunda cuestión que se les propondrá. “Que vayan a traer los sesos del cielo, para que los vea en Verdadero Hombre”. He aquí que los sesos del cielo son el incienso. Lenguaje figurado. Lenguaje figurado, lenguaje figurado, siempre lenguaje figurado. Sucede que al absolutizar el pensamiento racional la desanimada Modernidad quiso convencernos de que el único discurso que vale es el unívoco y directo. Sin embargo, lo cierto es que hay por lo menos dos lenguajes: uno directo y otro que parece indirecto, uno claro y otro en apariencia oscuro. Al primero se accede por la comprensión y gracias a que se conocen la sintaxis y el significado de las palabras, el segundo supone interpretación, es decir el recurso de la hermenéutica. Aunque lo importante no es sólo el tipo de discurso que empleamos sino aquello a lo que este discurso nos permite acceder. Y si el lenguaje presuntamente directo y claro habla de los entes y a lo más generaliza a partir de los entes en sí mismos, el lenguaje que parece indirecto y oscuro en verdad ilumina al ser para nosotros de dichos entes; no le importa tanto esclarecer su íntima consistencia como su significado, un significado que puede ser teológico o mundano pero que los trasciende al señalar más allá de su pura entidad, de su pura mismidad. Así, las historias que compila Elisa importan por lo que dicen inmediatamente, importan por como lo dicen pero importan también, y sobre todo, por aquello a lo que remiten más allá de lo que directamente abordan, es decir importan por su significado. O mejor aún por sus significados, en plural, pues las parábolas y alegorías son polisémicas. Signos o símbolos de los que está repleta la compilación de Elisa y que son metáforas y a veces parábolas. Porque cuando contamos o representamos una historia con intención alegórica, además de gestos empleamos directamente las palabras y la sintaxis de uno u otro idioma. Pero lo que en verdad transmitimos es una serie de imágenes, de imágenes significativas, es decir que transmitimos el verbo profundo más allá del verbo superficial. Verbo profundo y en apariencia oscuro que se nos muestra al sesgo, oblicuamente, de modo que hay que saberlo interpretar. Pero sería un error suponer que la compilación de Elisa, que la Biblia, que el Popol Vuh, y otras obras que emplean un lenguaje figurado, sólo son accesibles a especialistas pues su interpretación demanda un sofisticado aparataje y dilatados esfuerzos analíticos. Al contrario, la hermenéutica es ante todo una actitud. Cuando se comparten los códigos, y el momento es oportuno y el lugar adecuado, la interpretación es instantánea: una auténtica revelación. Porque la verdad profunda que se representa de bulto en la fiesta o el rito y que se trasmite verbalmente con alegorías no es retórica, no es discursiva, no es explicativa, no es puramente racional. Más allá de las muchas lenguas con que se expresan, las verdades trascendentes que comparten las culturas ancestrales son iluminaciones. Fulguraciones que ciertamente no agotan los múltiples contenidos fenoménicos que también se pueden y deben comunicar pero tienden el puente diatópico, establecen el contacto que permite el auténtico diálogo. Así lo formula San Agustín en Catequesis de los principiantes. La concepción intuitiva inunda mi alma, mientras que mi discurso es lento, largo y muy diferente de ella. Además mientras mi discurso se desarrolla esta concepción ya se ha ocultado (…) Sin embargo deja en la memoria (un) número de huellas (las que) no son latinas, ni griegas, ni hebreas, ni pertenecen en verdad a ninguna nación. Y así, con alegorías de palabra y de obra, con imágenes unas veces verbales y otras meta verbales palabrean a ráiz los pueblos. Desde el vaso de agua y la tortilla con sal que se ofrecen ritualmente al forastero, hasta la invitación a compartir el mezcal o a participar de la experiencia extática de la fiesta del Santo o del carnaval. Y así se pueden leer los mitos, las sagas heroicas, los cuentos picarescos y las historias vueltas a contar que componen el trabajo más reciente de Elisa Ramírez, mi chimiscolera predilecta.
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