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La vida en los campos Pierre-Joseph Proudhon
Hasta los doce años mi vida transcurrió casi entera en el campo ocupada ya en trabajillos rústicos, ya en guardar vacas. Fui boyero cinco años. No conozco existencia a la vez más contemplativa y más realista, más opuesta a ese absurdo espiritualismo que constituye el fondo de la educación y de la vida cristiana, que la del hombre del campo. En la ciudad me sentía fuera de lugar. El obrero no tiene nada de campesino; dejando a un lado el habla rústica, no habla la misma lengua, no adora a los mismos dioses; se siente que ha pasado por el pulidor; vive entre el cuartel y el seminario, percibe haberes en la Academia y en el Ayuntamiento. ¡Qué destierro para mí cuando tenía que seguir las clases del colegio, en donde ya no vivía yo más que con el cerebro, y en donde, entre otras ingenuidades, pretendían iniciarme en la naturaleza, que yo acababa de dejar, por medio de narraciones y de temas! El campesino es el menos romántico, el menos idealista de los hombres. Sumergido en la realidad, es lo opuesto al diletante, y nunca dará el menor dinero por el más magnífico cuadro de paisaje. Ama la naturaleza como el niño ama a su nodriza, menos ocupado de sus encantos —el sentimiento de los cuales, no le es, sin embargo, extraño— que de su fecundidad. No será él quien se quede extasiado ante la campiña romana, ante sus líneas majestuosas y su horizonte soberbio como el prosaico Montaigne, no verá en ellas más que el desierto, los charcos pestilentes y la malaria. No se imagina que existe poesía y belleza allí donde su alma no descubre más que hambre, enfermedad y muerte: de acuerdo en esto con el cantor de Las Geórgicas que, al celebrar la riqueza de los campos, no imaginó, sin duda, con los rimadores escuálidos de nuestros tiempos, que fuese el elemento antipoético. El campesino ama la naturaleza por sus poderosos pechos, por la vida de que rebosa. No la roza con ojos de artista; la acaricia abrazándose a ella, como el enamorado del Cantar de los cantares. Veni, et inebriemur uberibus, y se la come. Leed cómo cuenta Michelet el paseo dominical del campesino alrededor de su tierra: ¡qué alegría íntima!, ¡qué miradas! He necesitado, lo confieso, tiempo y estudio para encontrar agrado en esas descripciones de salida y puesta de sol, de claros de luna y de cuatro estaciones. Tenía yo 25 años cuando el preceptor de El Emilio, prototipo del género, no me parecía aún, en lo que toca al sentimiento de la naturaleza, más que el flaco hijo del relojero. Los que tan bien hablan, gozan poco; se parecen a los catadores que, para apreciar el vino, lo toman con cucharilla de plata y lo miran a través de un cristal. ¡Qué placer me daba en otro tiempo revolcarme entre las hierbas altas de que hubiera querido apacentarme, como mis vacas; correr descalzo por los senderos lisos a lo largo de los setos; hundir las piernas, volviéndolas a calzar con verdes turquíes en la tierra profunda y fresca! Más de una vez, en las cálidas mañanas de junio, he llegado a quitarme los vestidos y a tomar un baño de rocío en la hierba. ¿Qué decís Monseñor de esta existencia enlodazada? Hace cristianos mediocres, os lo aseguro. Apenas si distinguía entonces el yo del no yo. Yo era todo lo que podía coger con la mano, alcanzar con la mirada, que me servía para algo; no yo era todo lo que podía dañarme o resistírseme. La idea de mi personalidad se confundía en mi cabeza con la de mi bienestar y no me cuidaba de buscar debajo la sustancia inextensa e inmaterial. Todo el día me lo pasaba hartándome de moras, de rapónchigo, de salsifí de los prados, de guisantes verdes, de semillas de adormidera, de espigas de maíz asadas, de bayas de todas clases, de endrinas, alisos, cerezas silvestres, agavanzos, labruscas, y frutos silvestres. Me atracaba de un montón de cosas crudas que hubieran hecho reventar a un pequeño burgués educado con finura, y que no producían otro efecto en mi estómago que el de dejarme para la noche con un apetito formidable. El alma naturaleza no hace daño a los que la pertenecen. ¡Ay! Ya no podría hacer hoy tan soberbias rapiñas. So pretexto de evitar daños, la administración ha mandado destruir todos los árboles frutales de los bosques. Un ermitaño no encontraría ya con qué vivir en nuestros bosques civilizados; prohibido a los pobres recoger bellotas y ayucos; cortar para sus cabras la yerba de los senderos. Idos, pobres, idos a África y al Oregón: … Veteres migrate coloni! ¡Qué de aguaceros he resistido! ¡Cuántas veces, calado hasta los huesos, sequé mis vestidos sin quitármelos al cierzo o al sol! ¡Cuántos baños me di a todas horas en verano en el río, en invierno en los manantiales! Trepaba a los árboles; me metía en las cuevas; cogía las ramas a la carrera, los cangrejos en su agujero con riesgo de encontrarme con una horrible salamandra; y luego, sin descansar, ponía a asar lo cazado en las brasas. Hay entre el hombre y el animal y todo lo que existe, simpatías y odios secretos cuyo sentimiento la civilización se lleva. Yo quería a mis vacas, pero con un cariño desigual; tenía preferencia por una gallina, por un árbol, por una roca. Me habían dicho que el lagarto es amigo del hombre, y lo creía sinceramente. Pero siempre moví ruda guerra a las serpientes, a los sapos y a las orugas. ¿Qué me habían hecho? Ninguna ofensa. No sé por qué, pero la existencia de la humanidad me las ha hecho cada vez más detestables… Ciertamente, en esta vida que era toda espontaneidad, nunca se me ocurrió pensar en el origen de la desigualdad de las fortunas, en los misterios de la fe. Si no se tiene hambre no hay ganas. En casa de mi padre comíamos por la mañana gachas de maíz, llamadas gaudes; patatas al medio día, y sopa de tocino por la noche. Esto durante toda la semana. Y a pesar de los economistas que alaban el régimen inglés, nos criábamos con esta alimentación vegetal gruesos y fuertes. ¿Sabéis por qué? Porque respirábamos el aire de nuestros campos y vivíamos del producto de nuestros cultivos. Tenía veinte años cuando dejé los estudios. Mi padre se había quedado sin tierra, la devoró la hipoteca. Quién sabe si debido a la falta de buenas instituciones de crédito yo siguiera siendo toda la vida campesino y conservador. Pero el crédito territorial no ha de funcionar de manera vigorosa hasta que la Revolución no ponga mano en él. Así se hizo mi educación, la educación de un hijo del pueblo. Convengo en que no todos gozan de la misma fuerza de resistencia, de la misma actividad investigadora, pero todos están en las mismas disposiciones. Este contraste entre la vida real, sugerida por la naturaleza, y la educación ficticia dada por la religión, es lo que ha hecho nacer en mí la duda filosófica y me ha puesto en guardia contra las opiniones de las sectas y las instituciones de las sociedades. Después he tenido que civilizarme. Pero ¿he de confesarlo? Lo poco que he alcanzado me repugna. Encuentro que, en esta pretendida civilización, saturada de hipocresía, la vida no tiene color ni sabor, las pasiones no tienen energía ni franqueza; la imaginación es mezquina y el estilo afectado o vulgar. Aborrezco las casas de más de un piso en las que, al revés de lo que pasa en la jerarquía social, los pequeños están izados en lo alto y los grandes establecidos cerca de la tierra; detesto lo mismo que las cárceles, las iglesias, los seminarios, los conventos, los cuarteles, los hospitales, los asilos, y las inclusas. Todo ello me parece desmoralizador y cuando me acuerdo que la palabra pagano, paganus, significa campesino; que el paganismo, la rusticidad, o sea el culto a las divinidades campestres, el panteísmo rural, es el último nombre con el cual el panteísmo quedó vencido y aplastado por su rival; cuando pienso que el cristianismo condenó a la naturaleza al mismo tiempo que a la humanidad, me pregunto si la Iglesia, a fuerza de ir contra unas religiones decaídas, no acabó por ir contra el sentido común y las buenas costumbres; si su espiritualidad es otra cosa que la combustión espontánea de las almas; si el Cristo que debía habernos rescatado, no está más cerca de habernos vendido; si el Dios, llamado santo tres veces, no es, por el contrario, tres veces impuro; si mientras nos gritáis: levantad la cabeza, sursum, mirad al cielo, no hacéis precisamente todo lo posible para precipitarnos cabeza abajo, en el pozo.
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