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Los Dueños del Monte y el Agua José Luis Martínez Ruiz Las lluvias concluyeron Es madrugada. Cocon Pej, en cuclillas, sorbía su café; absorto en el verdor del paisaje, miraba el ascenso de la aurora. En lo alto de la montaña de las cascadas de Aguablanca, una rodaja de sol resplandecía como un gajo de naranja. A Cocon Pej, joven corpulento de amplio tórax y con ojos verdes como el musgo, sus amigos le apodaban Tigre. El mote le venía no tanto por su mirada, sino porque en su espalda tenía unas manchas amarillas que semejaban la piel del felino. El muchacho terminó de beber su pote de café. Miró hacia el horizonte y le pareció que el sol salía de las entrañas de la tierra; era como si la sierra fuera el lomo de un cochinito de alcancía y que el disco solar ascendiera de su buche. El sol le recordaba a su Tata, porque en las mañanas antes de beber el primer trago de café, su abuelo alzaba su taza para saludar al sol en agradecimiento por un día más de vida. La temporada de lluvias tenía semanas de haber concluido, entraba la etapa de calor más intensa. Era el tiempo de la canícula. Cocon Pej, que algunos aseguraban se transformaba en jaguar, en esas noches calurosas soñaba con nortes y piratas legendarios. Cada vez que tenía ese sueño, despertaba empapado de sudor. La historia de los bucaneros era cierta, ya que en el siglo XIX bajaban por el río Grijalba para asolar a los pueblos ribereños de Tabasco, pero ahora servía para contar cuentos a los niños a la luz de la luna. Hace mucho tiempo, los piratas que llegaban a Doceiba robaban –Cocon Pej recordaba, alegre, los sucesos que su abuelo le platicaba con picardía– a los niños y a cuanta mujer joven se cruzara a su paso. A Cocon Pej le parecía divertido que a veces en unos sueños él era un pirata que atrapaba muchachas, y en otros, un chamaco perseguido por corsarios. Los Abuelos Luna y Sol Cocon Pej vivía con su abuela María Ischel, admirada por su espléndida cabellera blanca, por lo que en su familia todos la conocían como Doña Luna. Cuando apenas tenía siete años, sus padres se fueron a la Ciudad de México en busca de una mejor vida; prometieron que vendrían por él. Nunca regresaron. No se supo más de ellos. Él se acordaba bien, porque fue la mañana en que los saraguatos partieron de la selva Yumká. Su abuelo, Acan Chob Pej, cuando vio que los días, los meses y los años transcurrían sin que regresara su querido hijo, empezó a envejecer tan rápido, que su rostro se arrugaba de una hora a otra. Ausente el hijo amado y perdida la esperanza de su retorno, la angustia le exprimió el alma. Dicen que en una sola noche su cabello negro color huitlacohe se tornó plateado, y su rostro se cuarteó, parecía tierra agrietada. Una tarde, cuando el río estaba crecido, transido de melancolía, tomó su cayuco y jamás se le volvió a ver. El último que lo vio fue un portentoso y verdísimo garrobo, que al observarlo cubierto de arrugas, pensó que probablemente era uno de sus parientes; intentó preguntarle a dónde iba, pero prefirió masticar una suculenta hoja de mango. Se comentaba en Doceiba que al Tata se lo había tragado la creciente con todo y cayuco; otros decían que había llegado hasta el mar, perdiéndose en el horizonte, en ese consabido punto en que el agua es cielo y el cielo es agua. Se subió al sol, dicen que aseveró Tamazul –señor Don Sapo, conocido como el mejor cuentero de la región–, a los Chacs, que son los dueños de las aguas y los montes. Otros, como Doña Luna, dijeron que el torbellino de las Blancas Mariposas lo levantó por los aires y que el sol, al otro lado de la noche, lo cachó y se lo llevó al firmamento convirtiéndolo en estrella, y que ahora su misión es proteger y servir de guía a los que hacen largas travesías. La Poza de las Blancas Mariposas Por ser viernes de cuaresma, Doña Luna le pidió a su nieto Cocon Pej que fuera a pescar tenguayacas para asarlas en la comida. No sin antes recordarle que no se acercara al remolino de las Blancas Mariposas, porque ahí había desaparecido su abuelo, así como otros lugareños. Enfática, le pidió que tuviera muchísimo cuidado, porque los torbellinos de agua, según su creencia, atraen a quienes tienen remolinos en su cabellera y él para su suerte tenía dos. A este recodo del río lo bautizaron como Poza del Remolino de las Blancas Mariposas, pues encima de donde se agitaba la corriente se arremolinaban, en ciertas temporadas, cientos de mariposas blancas. Para abreviar, la gente decía simplemente la Poza o Blancas Mariposas. Por cierto, el viejo Iboy –a quien nadie contradecía, ya que tenía 125 años– decía categóricamente que las mariposas eran los espíritus de los ahogados que se alegraban de estar de nuevo sobre la tierra. Así era y no había vuelta de hoja. En esos días, se acostumbraba adornar la orilla del río con cadenas de flores de temporada para honrar la venida de las almas hechas mariposas. Para Cocon Pej, la Poza era irresistible; siempre que podía pasaba largos ratos contemplando los fascinantes remolinos. Además, cuando los racimos de mariposas revoloteaban como jazmines alados, resultaba imposible evadirse del lugar. Regresaron los Saraguatos Para Cocon Pej, ir a pescar en esa mañana, resultaba especial; había una buena razón para que así fuera. Desde la tarde anterior un grupo de saraguatos había vuelto a la selva después de una larga ausencia. Hacía siete años habían huido a causa de una matanza que unos cazadores perpetraron en su contra; lo terrible del caso es que lo hicieron para quitarse el aburrimiento, fue nada más para divertirse. Era ahí, en el sitio de la matanza, sobre un montículo, que un campesino, al desenterrar unos macales, descubrió una escultura de un simio que, por tener la cabeza dirigida hacia arriba, se aseguraba que miraba el cosmos. Ahora la efigie era reverenciada como un santo; los campesinos le rinden tributo con semillas y frutas. Esto de darle ofrendas, dicen que así es el costumbre, porque antes, los antiguos, los primeros pobladores de esta selva, los hacedores de las cabezas olmecas, sí, aquellos que esculpieron en piedra basáltica esos magníficos rostros de poderosos gobernantes, también le rendían culto al Mono. De acuerdo con lo contado por Tamazul, los micos fueron hace mucho tiempo hombres como nosotros, nada más que los ingratos se olvidaron de darle agradecimientos a los dioses, y por esa falta fueron transformados en monos. Así ahora, a este Santo Mono, en recuerdo de esos primeros hombres convertidos en animales, y para evitar que nos pase lo mismo, se le lleva semillas, flores y frutas de regalo, y claro, para asegurar que la ofrenda cumpla su misión divina, no podían faltar los rezos para agradecer a la tierra y a los dueños de los montes y aguas por los dones otorgados. Y ¡aguas a quien no lo hiciera!, porque corría el riesgo de transformarse en chango, como le sucedió al finado Chepe Batz, que nunca quiso llevar nada al santo mico y acabó enloquecido; no se hizo mono pero se comportaba como si lo fuera. Se le veía pasear desnudo, trepándose en los árboles, sin hacer otra cosa que comer frutas, aullar y dar de piruetas, haciendo reír a la gente por sus atrevidas gesticulaciones, igual que sus primos, los monos. Así, que a esta imagen de un mono que mira las estrellas se le considera un poderoso intermediario entre los hombre y los dioses; tanto que ahora tiene su capillita en lo alto del cerro del Mico y, por supuesto, no le faltan cada 2 de febrero, sus jícaras de semillas, veladoras, pencas de plátanos, mangos, chicozapotes, yucas y flores. Por eso muchos en Doceiba estaban contentos de volver a oír el escandalero de los saraguatos. Sus aullidos volvían a resonar entre los montes; coincidentemente, arribaban racimos de mariposas blancas. Su regreso, después de siete años, se entendió como un signo de perdón de los monos hacia el pueblo. Cocon Pej, contento de escuchar las voces estruendosas de los saraguatos, agarró su chinchorro y, sin hacer caso del consejo de su abuela, se encaminó precisamente a la Poza de las Blancas Mariposas. La atracción secreta de los remolinos Al romper el alba, Cocon Pej, con la destreza de una garra de jaguar que tumba a su presa, lanzó su red en el sitio prohibido. En efecto, su abuela tenía razón, el lugar le atraía con fuerza, no sabía de qué manera, pero recíprocamente las aguas sentían atracción por él. Si no fuera este el caso, ¿por qué entonces, cuando se acercaba Cocon Pej a los remolinos, las aguas parecían volverse mansa, y si se alejaba, se agitaban? Para Cocon Pej, esto se volvió un juego secreto en el que los remolinos parecían que estaban de acuerdo. El gran sapo Tamazul, que vivía en una roca, cerca de un platanar de encendidas hojas color jade, se dio cuenta de esa extraña relación y exclamó un intrigante croac, al tiempo que le guiñaba un ojo a un tulish que, como un trapecista, daba vueltas en el aire. Doceiba y los Chacs Al pueblo de Cocon Pej lo nombraban Doceiba, debido a que en el centro del poblado se yerguen, una frente a la otra, dos gigantescas ceibas; de ellas se dice que son los fundadores y creadores de la comunidad, pues resulta que cientos de años atrás azotó en la región una intensa tormenta, durante semanas y semanas no paró de llover; día y noche diluvió. La creciente arrasó con pueblos, cerros, cultivos y animales. Muchos creyeron que era el fin del mundo. Fue entonces que unos labradores gemelos, llamados Jesús Chaque y José Chaque, se convirtieron en ceibas, y sus vigorosas ramas formaron una cuadricula para levantar el cosmos y detener las lluvias; ahora sus hombros hechos troncos sostienen al cielo. Se dice que para controlar los aguaceros usan bushes o calabazos como regaderas, que han repartido entre sus numerosos hijos, llamados Chacs, los cuales viajan en las nubes para llevar la lluvia a los hombres. Si estas ceibas llegaran a cortarse, el cielo se acabaría en pedazos, soltándose interminables tormentas que anegarían toda la tierra. Los Chacs –dicen quienes han logrado verlos– son pequeños hombrecitos con alas, parecidos a los duendes, aunque algunos aseveran que son más bien como querubines; de lo que no se tiene duda es que estos protectores de la selva viven en los montes, gustan de los acahuales y pantanos y habitan también en los bosques y en los manantiales, ríos, lagos, lagunas y arroyos. Por eso ahora, que miles de árboles han sido cortados, las lluvias se alejan porque los Chacs desaparecen o se van a donde haya selvas, llevándose consigo las aguas. Esa fue la razón de que los padres de Cocon Pej, como muchos otros, emigraran. Pero estos últimos años las cosas iban peor que nunca, el trabajo escaseaba, los cultivos estaban raquíticos y ni siquiera las milpas se daban bien. Para sostenerse en el pueblo, muchos se dedicaban ahora a la pesca, pero con la competencia de la gente, los peces ahora también faltan. Iboy, nostálgico, les platicaba a los jóvenes, que las lluvias no son como las de antes porque numerosos Chacs, los auténticos dueños de las aguas y los montes, se fueron a mejores tierras, llevándose consigo las lluvias. Chicchán la Diosa del Agua y Don Sapo Tamazul Cocon Pej jaló su chinchorro. Le costaba trabajo arrastrarlo; era una buena señal. “¡Qué buena redada!”, se dijo para sí. Perfecto, el chinchorro venía cargadito de mojarras. En eso andaba, cuando vio un pez de un bello tono turquesa. Nunca había visto un espécimen tan extraordinario como ese. Los ojos del pez lo miraban con fijeza, como si quisieran decirle algo. Cuál sería su sorpresa cuando el pez le habló con una voz dulce y diamantina, como de cantante de ópera: “Hace tiempo que te conozco, Cocon Pej; mi nombre es Chicchán –hermana de los Chacs–, que en tu idioma quiere decir Sirena de Agua Preciosa, soy la dueña del agua que fluye, los rayos y los peces”. Atónito, Cocon Pej no daba crédito que un pez pudiera hablarle. Si me devuelves al río, cada vez que vengas llenaré tu red de peces. Como si estuviera en otro mundo, Cocon Pej, sorprendido y emocionado, tomó al pez entre sus manos, le dio un beso y, sonriéndole tiernamente, lo regresó al agua. A Chicchán, a pesar de ser una diosa, el beso de Cocon Pej, la hizo suspirar profundamente. Antes de sumergirse lo miró con una admiración que la embargaba de las aletas a la trompa. Entre burbujas, sonrojada, le dijo con una voz dulce y clara de mesosoprano: Ven mañana a verme, y dicho eso, como una bailarina, con gracia y elegancia, viró al fondo de la Poza. El gran sapo, que tantas cosas había visto, al ver la romántica escena, exclamó un grave croac. Aunque pocos lo habían visto, se aseguraba que este batracio tenía varios siglos de existir y que tenía una memoria sorprendente. Decían que en las noches, después de hartarse de comer mosquitos, le daba por relatar antiquísimos sucesos y los principales cuenteros de la comarca los aprendieron. Por ello, cuando les preguntaban quién les había contado esas historias, respondían que Tamazul, porque así decía el gran sapo que era su nombre. Pedro Wech secuestra a Chicchán Durante varias semanas Cocon Pej y Chicchán se vieron en la Poza de las Blancas Mariposas, y cada vez que él regresaba, llegaba a su casa con una gran cantidad de mojarras, tantas que daban para alimentar a todo el pequeño pueblo de Doceiba. Su fama de buen pescador trascendió por la región. Un tal Pedro Wech, vecino del poblado de las Jícaras, intrigado y celoso de la suerte de Cocon Pej, decidió seguirlo para saber cómo hacía para pescar tantas mojarras. Sigiloso, fue detrás de él. Cocon Pej era muy cuidadoso en ocultar su relación con Chicchán, no se acercaba a la Poza hasta cerciorarse de que estaba solo, pero Pedro Wech fue muy astuto y cubrió su cuerpo con zacate y bejucos. Así, mediante esta artimaña, pudo conocer el secreto de su vecino. Vio que Cocon Pej conversaba con un hermoso y verde pez; desde su escondite, sin comprender lo que decían, sólo escuchaba el rumor de las voces. No obstante, pudo observar que a la hora de irse, Cocon Pej abría su chinchorro en la orilla y que el bello pez pronunciaba unas palabras en un lenguaje desconocido; al hacerlo, una andanada de peces saltaba del agua para caer en el chinchorro. Wech, paciente, esperó hasta que partiera Cocon Pej y ya cuando lo divisó lejos, se acercó calladamente a la orilla, donde Chicchán veía retirarse a Cocon Pej. Se sentía dichosa y radiante de conversar con él; sin darse cuenta, su amor por él fue creciendo día tras día. Tan ocupada estaba en sus sentimientos, que no percibió el peligro que le acechaba. Wech sacó su canasto, y en un abrir y cerrar de ojos, atrapó a Chicchán. Apenas pudo Tamazul –que en ese momento daba un salto para zambutirse un mosquito – ver de reojo cómo Wech atrapaba a la dueña del agua. Una profunda preocupación embargó al viejo sapo; Tamazul, sin poder hacer nada, vio angustiado cómo secuestraban a Chicchán. Él sabía lo que ello significaba. Wech corrió sin parar hasta que llegó a su casa y echó a Chicchán, agonizante, en un pequeño estanque que tenía en su solar para criar icoteas. Wech esperó que se recuperara para demandarle que le dijera las palabras mágicas para cazar peces; de no consentir a su deseo, le quitaría el agua. Chicchán permaneció silenciosa y, a pesar de la amenaza que le hacía Wech, no dijo una sola palabra. Wech, enojado de que no hablara, con voz alzada despotricó: “A mí no me engañas, sé que eres tú quien le da los peces a Cocon Pej y que sabes hablar, dime cuáles son las palabra secretas para sacar peces”. Chicchán apenas se movía y aunque entendía lo que Wech exigía, no dijo ni jota, se quedo muda. Con ira, Wech le replicó: “Tarde o temprano me lo tendrás que decir”. Los Chacs pasan de largo A partir del secuestro de Doña Chicchán –la dueña de la Poza– cosas inauditas pasaron en la comarca. Los pozos, como si fueran jaguares, empezaron a rugir por falta de agua. Las mariposas parecían extraviadas y se metían a las casas o en las cuevas, pero ya no se las encontraba en sus lugares acostumbrados. Aunque nunca había sucedido en tiempo de lluvias, el río se estrechó al grado que se podía cruzar a pie. Montón de culebras se arrastraban por las montañas y cuando alguien se acercaba se deshacían en vapor de agua. Los saraguatos gemían como si los estuvieran acribillando. Cocon Pej se comportaba de manera inusual, deambulaba por toda la ribera pregunte y pregunte por el paradero de Chicchán, preguntaba a las piedras, al agua, a los árboles y a las mariposas. En Doceiba decían que había perdido a su sombra en la Poza y con ella se había ido su alma, lo cual era una calamidad, porque ahora ya no traía pescados al pueblo. Como nunca, las lluvias estaban retrasadas, su ausencia provocaba ansiedad y desasosiego en la región. ¿Qué pasó? ¿Adónde se fueron las aguas?, se preguntaban los agricultores, pues sólo veían cruzar las nubes cargadas de agua, pero ninguna se quedaba en la región. Los Chacs pasaban de largo y las lluvias se perdían en el mar. Para María Ischel, su preocupación mayor era que su único nieto había enloquecido y deliraba por la ribera en busca de Chicchán. Su abuela estaba segura de que su desdicha era porque la tal Chicchán había desaprecido. En esas situaciones desesperadas y cuando le embargaba una honda preocupación, la abuela Ischel, le pedía ayuda a la luna, de quien se sentía muy cercana. Después de tantas conversaciones, Ischel y la luna eran como comadres. Por ello le pedía consejo para ver cómo devolverle la cordura a su nieto. Ischel sueña que es un conejo y brinca a la luna En el poblado de las Jícaras, se desató un viento húmedo que propagó una epidemia de gripe. A más de uno, el resfriado se le complicó y presentaba cuadros agudos de neumonía. Lo extraño era que por las noches se desataban tormentas eléctricas y caían pavorosos rayos, algunos tan cerca de la tierra que varios árboles terminaron en llamas y causando incendios; pero eso sí, ni una sola gota de agua cayó en Doceiba. Estén en alerta, los rayos andan detrás de alguien, les advirtió el viejo Iboy, que bien sabía lo que hablaba, ya que apenas había cumplido él los 15 años, lo azotó un rayo y en el pueblo lo dieron por muerto, pero milagrosamente se compuso. Desde esa fecha, para los cuestiones del tiempo, los campesinos lo consultaban, o le pedían que danzara en su costal de maíz para hacer venir los buenos temporales a las milpas. Y si ha vivido más de un siglo, es precisamente a causa de que un rayo lo llenó de vida y sapiencia para poder interpretar el tiempo. “Oye Iboy, tú que eres tiempero por la gracia del rayo, dinos cuándo van a llegar las aguas”, le preguntaban insistentemente en el pueblo. “Pues cuando los rayos encuentren lo que andan buscando”, les respondía. Así las cosas. Una noche en que el cielo escampó y emergió la luna llena, la abuela Ischel tuvo un sueño revelador. Soñó que era un conejo al que le gustaba mucho la luna y quería irse a vivir con ella, pero por más que brincaba, no la alcanzaba, hasta que se le ocurrió ir a un manantial en cuyo espejo de agua se reflejaba la luna; al llegar, de un salto se prendió al astro, con tanta suerte que verdaderamente el conejo se quedó pegado. Ya en la luna, la abuela, le preguntó: “Tú que estás tan arriba y, siendo la luna, puedes mirar fácilmente lo que sucede acá abajo en Doceiba. Por casualidad, ¿no sabes quién es una tal Chicchán?”. La luna, complacida por tener un conejo con quien platicar, le reveló que Chicchán era la Diosa del agua que habita en la Poza de las Blancas Mariposas. “Ah, lo sabía, ese condenado escuincle se fue a los remolinos”, pensó. Ya sintiéndose en confianza, el conejo, que en realidad era la abuela, le preguntó, ¿Y dónde está ahora? Enigmática, la luna le respondió: “Pues pregúntale a Don Sapo, a ese que nombran Tamazul, el fulano que parece un tamal”. Dicho esto, la luna y el conejo soltaron una carcajada, “ja,ja, ja,ja, ja,ja”. Su propia risa despertó a la abuela. Tan jocosa amaneció, que su nieto, olvidándose de su melancolía, le pregunto por qué se reía y la abuela entonces le contó su sueño. Terminado su relato, la abuela y el nieto volvieron a reírse. Salvo que Cocon Pej rió, no porque encontrara chistoso el relato, sino que el sueño le daba una pista para encontrar a Chicchán. Esperanzado, de inmediato salió a la Poza de las Mariposas, sin que su abuela lo pudiera detener. De hecho, a muchos de quienes ese día vieron a Cocon Pej correr en lontananza se les figuró verlo convertirse en un aguerrido y veloz tigre, tipo jaguar. Todo, debido a su habilidad y rapidez. Con ayuda de Tamazul, Cocon Pej rescata a Chicchán Al arribar a la poza de las Blancas Mariposas, Cocon Pej buscó a Don Sapo. Dijo en voz alta: “Tamazul, Tamazul, quiero hablar contigo”. “Croac, aquí estoy, no grites tan fuerte que rompes mis tímpanos”. Y sin dar rodeos, Tamazul le contó lo que había presenciado. “Ah ese condenado de Wech, hace honor a su nombre, jijo zorro cola pelada, ya vas a ver”. De inmediato jaló hacia la casa de Wech, al llegar se le bajó el enojo, porque del hogar de Wech provenían llantos y rezos. Wech y Pej se conocían desde la primaria, incluso llegaron a ser amigos inseparables, pero los temperamentos de ambos eran opuestos, por lo que terminaron peleándose. A Wech le gustaba hacer intrigas y robarse las mazorcas de las parcelas, y de una u otra forma, se las ingeniaba para que inculparan a Pej. Esa actitud hizo que Pej dejara de verlo. Lo recibió la mujer de Wech, quien pensó que venía a ver a su viejo amigo que padecía una grave neumonía que poco a poco lo arrastraba a la muerte, a tal grado que apenas sí podía levantar sus párpados. Aun así, Pej, al ver a Wech, frunció el ceño. En un intento desesperado, Wech quiso levantarse para evitar que Pej se llevara a la sirena y a causa del esfuerzo se desvaneció. Sus familiares de inmediato fueron a socorrerlo. Situación que Pej aprovechó para ir al estanque que estaba en el traspatio; sacándose su camiseta, hizo una pocita, y Chicchán, al reconocer a su amigo, gustosa saltó de inmediato a sus brazos. Pej corrió al río y al llegar, rebosante de alegría, liberó su preciosa carga en la Poza de las Blancas Mariposas. Chicchán, agradecida, le pidió que viniera a vivir con ella a los remolinos; que si aceptaba, lo transformaría en pez. Él asintió con la cabeza; a medida que se zambullía, adquiría la forma de un corpulento pez y sus escamas tenían manchas como las de un tigre. Por eso dicen que ahora hay muchas mojarras tigres. Don Sapo, observaba y aprobaba alegre con un grave croac. Las lluvias llegaron Por la noche sopló el viento y los Chacs llegaron con nubes negruzcas atiborradas de agua, retumbaron las montañas, creció el río y las lluvias llegaron a Doceiba. Los del pueblo de Jícaras, cuyas tierras se han desgastado y sus aguas y selvas se han agotado, suspiran por los viejos tiempos y piensan que la gente de Doceiba se ha vuelto próspera, porque los dueños del monte y el agua regresaron y aún cuidaban de ellos. Los saraguatos no se han ido, las mariposas blancas retornan cada año y los Chacs junto con los hombres cuidan los árboles y los manantiales. Resguardado sobre una hoja de plátano y rodeado de unos niños de Doceiba, Don Sapo terminó su relato con un colofón: “Sí, otra vez llegaron las lluvias. Croac”.
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