l 16 de marzo de 1973 me estaba esperando en su silla de madera de siempre, plácido, sobre la banqueta de la calle, recostado el respaldo sobre la pared de la papelería del barrio en el que crecí y que atendía junto con su madre, doña Nila, vieja maestra cardenista jubilada con quien casi todos los del rumbo aprendimos a leer y escribir acompañados del Silabario de San Miguel. Chalén era, para todos los que jugamos en las calles de tierra de mi colonia convertidas en parques de beisbol de las grandes ligas, un personaje fundamental. Con sus pantalones fajados con un viejo cinturón muy arriba de su cintura, siempre en camiseta sin mangas, manejaba al derecho y al revés todas las estadísticas de todos los jugadores de todos los equipos de las ligas mayores de nuestro deporte favorito. Todas. Podía recordar las alineaciones de los equipos en cada uno de los juegos de serie mundial de los últimos 20 años, predecir las estrategias y quiénes jugarían esa noche en Baltimore, Nueva York o Cleveland. Chalén era criticado por los adultos por su vieja soltería, pero para los niños como yo era la representación del oráculo. Sólo hablaba de beisbol y sus historias y anécdotas sólo versaban sobre el diamante de juego.
Por eso fue tan grande mi sorpresa cuando, al bajar del autobús de la ruta Primero de Mayo que me traía del centro de la ciudad, me dijera a boca de jarro: Murió José Gorostiza
. Como la sorpresa de mi cara debió haber sido enorme, asegundó: Fue un poeta tabasqueño. Era de los Contemporáneos. Es un día de luto para la cultura
. Y sin mediar palabra se arrancó ¿Quién me compra una naranja/ para mi consolación./ Una naranja madura en forma de corazón
, y así hasta cantarme ese fresco y hermoso poema recogido en Canciones para cantar en las barcas. Como yo seguía mudo, él, al decir: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga…” inició a contarme de memoria ese monumento de la poesía que es Muerte sin fin. Obviamente, entrando yo en la adolescencia, era la primera vez que escuchaba el nombre de Gorostiza y quizá la primera vez que escuchaba un poema. Nunca olvidaré esa tarde. Me sentí señalado. Un universo me fue abierto en la banqueta de esa calle de tierra.
Hace unos días, desde que crucé el umbral de la exposición Los Contemporáneos y su tiempo, que se exhibe en el Palacio de Bellas Artes, el deseo más grande que viví es que Chalén acompañara cada uno de mis pasos. La muestra es deslumbrante. Pensada para divulgar lo que hasta hoy se conoce de Contemporáneos uno puede convivir con las obras más grandes de la cultura mexicana del siglo XX. Fotografías, obra plástica, manuscritos, primeras ediciones, grabados, interactivos, revistas, correspondencia, articulados con sencilla profundidad alrededor de un acervo sin parangón y por primera vez reunido, nos invita a entender, al recorrerla, que esa generación es el gozne, la piedra angular de la historia del arte de nuestro país en su tiempo, el que transcurre entre 1908 y 1999.
La exposición desentraña los universales vínculos del arte mexicano. Nos invita a abrir los sentidos y el pensamiento para conocer cómo José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Antonieta Rivas Mercado, Roberto Montenegro, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Enrique González Rojo, Bernardo Ortiz de Montellano, Manuel Rodríguez Lozano, Gilberto Owen, Samuel Ramos, Carlos Pellicer y sus paisanos Celestino y José Gorostiza decidieron ser contemporáneos de todos los hombres. Lo fueron. Lo siguen siendo. La exposición y el catálogo que la acompaña, reuniendo al abanico más amplio de estudiosos sobre el tema, nos enseñan que la educación, la palabra, el arte y la cultura son llaves de libertad.
La libertad en todos sus sentidos fue lo que tuvieron como bandera los Contemporáneos. Por eso hoy los sentimos como nuestros. Tal es la emoción que despierta al visitarla; la más completa y hermosa exposición que ha sido dedicada a este grupo sin par. Al terminar de verla un sólo deseo recorrió mi ser. Sentarme en la banqueta de la papelería de doña Nila con Chalén a conversarla, a que me contara con la profunda sencillez de sus saberes pueblerinos todo lo que de los Contemporáneos de memoria sabía. Y sí, una lágrima feliz desde aquí le brindo para decirle gracias por esa tarde de primavera que me regaló para siempre.