Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El siglo de los discos
Y

a octagenario y finalmente vencido por la historia, héroe de la batalla de Puebla, vencedor de franceses y miembro orgánico de la parte menos científica de los científicos porfiristas, al general lo alcanzó sin piedad el siglo XX. Debió mirar con asombro en aquel estudio parisino al aparato que capturaba la voz y la imprimía en un plato de pasta que le permitiría dejarnos un mensaje postrero a sus abundantísimos descendientes. Sí, predecibles buenos consejos de un viejo cansado, a medio camino entre el exilio en el Ipiranga y la tumba, mientras en el lejano México la Revolución arreciaba. Pero de viva voz. El vehículo resultante de la sesión fue un plato negro como obsidiana, con toda propiedad llamado disco, con orificio al centro, grabado sólo por una cara y un sello de papel al centro (la bandera francesa) para ser reproducido a 78 revoluciones por minuto (rpm). Tal es el objeto discográfico más antiguo que he conocido, y escuchado.

Hace más de un siglo el fonograma nacía, hoy se predice su extinción tangible, y no falta el que suspire con nostalgia. Las generaciones del siglo XX vimos aparecer los carros y el teléfono, la dinamita, la fotografía, el cine, el aeroplano, la bomba atómica y la pluma atómica, las naves espaciales y el disco. Estos recursos derivados del ingenio humano evolucionaron portentosamente, pero sólo la placa discográfica como tal se encuentra en peligro de extinción.

Antes de acometer los responsos, como si se tratara de la vaquita marina, queda sacar el recuento de algo que ilustra y rebasa los supuestos de Walter Benjamin en sus apuntes más mentados que leídos de La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. Acertó en su análisis pese a todo, siguiendo a Paul Valery (a quien Benjamin cita): Debemos esperar innovaciones tan grandes que transformen el conjunto de las técnicas de las artes y afecten así la noción misma del arte.

El arte no hizo la revolución que soñaba Benjamin, pero se revolucionó a sí mismo. Dos ejemplos claros son la música y la imagen, ya no sólo por su reproducción: la creación misma. La reproductibilidad devino arte en sí, y trasladó la música a un estamento superior. Fue más universal y humanidad que nunca, repetible hasta la saciedad pero capturada para el futuro. Fija como una foto, materia inerte como la foto. Móvil y autónoma como la foto del cine. En la actualidad ya ni eso. Fotografía y sonido son virtuales, aunque siguen siendo inorgánicos (¿ya inmateriales?) parecen organismos vivientes. Son, si se quiere, intangibles robots exquisitos.

De giro en giro, el objeto disco refinó la pasta de que estaba hecho; igual hicieron los instrumentos de captura, transmisión e impresión sonora. Los duros 78 rpm, que tuvieron su primavera y marcaron el tiempo de duración fragmentada para casi todo: canciones, movimientos sinfónicos, arias de ópera, valses, jazz, corridos. Se reproducían mediante una aguja como clavo en aparatos eléctricos que giraban como locos y mediante un ingenioso magnavoz escupían el sonido. Antes, la música era y sólo podía ser en vivo. Vamos, ni siquiera se necesitaba el concepto de en vivo opuesto a reproducido.

Cómplice fundamental de esta primavera del disco fue la radiofonía, que en la música encontró su lenguaje favorito, y a la larga el más lucrativo, el único que no le disputó el cine. Tuvo que llegar la televisión para eso.

Por un lado, el pequeño portento permitió que las partituras de Bach y los cuartetos de Brahms sonaran en cualquier parte sin necesitar el privilegio del intérprete en vivo. Esto implicó para la música una revolución padrísima, liberadora, democrática y entretenida. Sin bien como todo en la neocivilización capitalista pronto devino objeto de consumo, negocio, falsificación o causa del deterioro estético, puso la música del mundo, de las eras y las esferas al alcance de una audiencia inmarcesible y simultánea.

En un apunte, Benjamin citaba a Aldous Huxley de manera inquietante: Copiado en millones de ejemplares, el más bello de los objetos se vuelve feo. (Continuará.)