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Ver día anteriorDomingo 14 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Luis Barragán convertido en anillo de compromiso
“N

o sabes cómo me molesta lo chiquito, lo chaparro, lo encogido, lo mezquino… Creo que nunca he tenido un bibelot en mi vida, una figurita de porcelana y, sin embargo, la fragilidad de algunas mujeres me conmueve. A lo que le tengo aversión es a las proporciones mediocres. Me gusta que los espacios sean grandes y fuertes. Fíjate que a mí, por ejemplo, los departamentos con techos bajos, como se hacen ahora, me deprimen”, me dijo en alguna entrevista Luis Barragán.

¿Qué diría Barragán de que Jill Magid, artista conceptual, lo haya convertido en un anillo con un diamantito hecho con sus cenizas sacadas de su urna en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, según informa Juan Villoro, quien ahora se pregunta si las fosas comunes que se abren a diario en México deberían ser vistas como joyerías? Tampoco a Jesús Silva-Herzog Márquez le parece aceptable la conversión de las cenizas de Luis Barragán en alhaja.

Jill Magid consiguió el apoyo del San Francisco Art Institute para cucharear las cenizas del Arquitecto número uno de México. Tal parece que también ella, Jill, le ha pedido a Lifegem (encargado de la transformación) que la hagan diamante de un quilate cuando muera.

Nada más ajeno a Luis Barragán que este anillo necrófilico que me permite recordar las largas entrevistas con un arquitecto diamantino hoy exhumado y convertido en anillo de compromiso, aunque Barragán jamás habría regalado un anillo, si acaso un caballo o de perdida un par de botas, o a lo mejor un muro alto sobre el cual la desposada pudiera lamentar haberse casado con él.

Luis Barragán solía regalar cigarreras de Ortega (platería). Hermosas, planas y severas, adornaban la sala de sus amigos: ¡Ah, mira, seguro te lo regaló Luis Barragán! (Ya no tengo una sola, porque se las robó el electricista.)

La diáfana periodista Alice Gregory publicó el primero de agosto en el New Yorker el artículo: El arquitecto que se volvió diamante, en el que cuenta –la mejor historia de horror– cómo la artista Jill Magid viajó a Suiza con su diamante en un estuche de cuero (al que palpaba continuamente) para tener acceso al archivo de Luis Barragán comprado por la pareja Zanco-Fehlbaum en 3 millones de dólares. Jill Magid quería dar el anillo a la pareja Zanco- Fehlbaum a cambio de devolverle a México el archivo que ya nadie puede consultar, cuantimás si es un arquitecto mexicano. ¿A cambio de qué? No entendí su altruismo, tendrían que explicármelo mis amigos Juan y Jesús.

¡Qué tristeza, la verdad!

Luis creó casas a las que no llegaba el rumor de los hombres, ése que sube de la calle grasiento y ruidoso. No quiso balcón a la calle, ni periscopio, ninguna intrusión. Nunca deseó vivir en voz alta, la sonoridad no se hizo para él. El silencio, sí.

¿Cómo hizo Luis para saber tan joven lo que quería, tener gestos exactos, liberarse de lo superfluo, comer sólo lo que le conviene? Barragán fue un contemplativo. Su interior y su exterior eran uno, su sentido del tiempo y del espacio fueron su mística. Planeó lo espacial, lo volvió su esencia y en torno a él se aquietó hasta el silencio. Cuando lo entrevisté siempre estuve frente a una figura resguardada. Respiraba un aire casi atemporal. Mis preguntas eran un martirio, ¡qué malas!, ¡qué tontas! Tenía que hacerme violencia:

–¿Has tenido en México la sensación de ser reconocido? ¿No te ha pasado como a Rufino Tamayo, que en el extranjero era rey?

Barragán juntaba las manos, las manos largas y huesudas.

–Mira, no digas reconocido, porque yo no espero que me reconozcan, soy simplemente más conocido en Estados Unidos que en México: nunca he buscado reconocimiento y siempre he recibido honores. En Guadalajara, Agustín Yáñez me hizo hijo predilecto de Jalisco; he ido a dar varias conferencias a la Facultad de Arquitectura; se han publicado libros sobre mi obra, como ese que tienes ahora entre las manos. ¿No te parece hermoso? Es obra del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Lo distribuye el New York Graphic Society de Boston y lo escribió Emilio Ambasz. Nunca había hecho el Museo de Arte Moderno una monografía así para un arquitecto contemporáneo. Siempre he recibido más de lo que merezco. Además, no creo en la publicidad.

Barragán volvía a juntar las manos en son de plegaria. Parecía un chivo mefistofélico. Tras de los anteojos su mirada era la de un hombre logrado, un arquitecto que levanta capillas con altares desnudos y tiene la certeza que las religiosas comulgan y rezan pensando en él, en Tlalpan o en Guadalajara o en El Pedregal.

–Cuando estudié sólo había ingeniería civil y me recibí de ingeniero civil. Una Facultad de Arquitectura daba títulos en Guadalajara y esa facultad no era exigente como lo son ahora las de arquitectura, así es que nunca me he sentido preparado para dar clases, no conozco las definiciones necesarias, no puedo teorizar, es más, no creo en la teoría…

Foto
El arquitecto Luis Barragán en 1956, en una imagen tomada de Artes de México

Considerado Barragán el mayor landscape architect en el mundo, Emilio Ambasz, director del museo, hizo para él el espléndido libro The Architecture of Luis Barragán, en el que pone énfasis en El Pedregal (1945-1950), uno de sus aciertos más hermosos, ya que logró la metamorfosis de un infierno de lava en un parque y en un área residencial. Concibió para El Pedregal casas, escaleras y caminos esculpidos en la roca y muros –los famosos muros barraganescos– levantados con tanto tino que parecían surgir del mar negro. Al lado de José Alberto Bustamante, empresario con garra e imaginación, compró, baratísimo –claro está, pues quién iba a querer ese montón de carbones achicharrados–, 250 hectáreas de piedras carbonizadas. Finalmente, si de diamantes se trata, El Pedregal fue para Barragán su primer diamante en bruto.

–En lo primero en que pensé fue en jardines que brotaran de la lava. Ningún cliente apareció en el horizonte por miedo a las serpientes, a las rocas cortantes, a los desniveles del terreno. Entonces hice tres jardines con los cactus del propio pedregal, los colorines, el palo bobo, las flores silvestres. Traje tierra y pasto inglés y los sembré en los lugares planos, levanté algunos muros para aislar y mantener fuera a los curiosos, hice un estanque, la famosa Fuente de los Patos, y en las tardes me senté allí con Diego Rivera, entusiasmadísimo con la propuesta que siempre calificó de genial; Edmundo O’Gorman, el historiador, amigo de toda de la vida; el brujo Jesús Reyes Ferreira, el Dr. Atl, quien parecía estar hecho de la misma materia que la lava.

–Luis, ¿no es la lava, materia volcánica, sinónimo de muerte?

–Yo no le encuentro sinónimo con la muerte, porque sus formas son verdaderas explosiones; provienen del centro de la Tierra. Además El Pedregal es de una fertilidad increíble. Cualquier grieta milenaria penetrada se convierte en vergel. Al subir al Ajusco pueden verse troncos de un metro, metro y medio de anchura con las raíces aferradas a rocas que han logrado resquebrajar. Yo di con El Pedregal por una verdadera casualidad; a un lado de la avenida San Jerónimo compré un pedazo de tierra, El Cabrío, frente a la extensión de Jardines del Pedregal, que llega hasta el Ajusco, qué digo, hasta la sierra de Cuernavaca. Y empecé a caminar entre la lava. Con los pies, tracé caminos en medio de las rocas que te parecen tan hostiles y en mi terreno quité algunas para lograr una extensión plana de pasto. A medida que avanzaba, los colores de las rocas me fueron poseyendo. El pasto se dio muy bien en el pequeño espacio entre las rocas e hice para don Carlos Trouyet mi primer jardín, uno de los más retratados del mundo. Decidí construir una casa que embonara con el paisaje. Sólo vendían una tierra negra inmensa de dos y medio millones de metros, ¿te imaginas? Como mi pasión por el paisaje no cedía, encontré a un hombre de negocios capacitado y le dije: ¿Te quieres correr una aventura? ¿Nos lanzamos a El Pedregal? Es José Alberto Bustamante, que yo creo que tú conoces, uno de los hombres de negocios más capacitados, quien me respondió: Nos lanzamos.

Hace muchos años, cuando conocí a Luis Barragán, pensé que era cura. Altísimo, con una camisa de cuadritos blancos y negros y una corbata tejida cuando nadie las usaba, su rostro riguroso, las manos limpísimas, el clásico pantalón de franela gris; la imagen de la sobriedad invadió la sala de la casa de mis padres. Luego lo escuché reír a carcajadas. Pensé que no podría ser sacerdote porque besaba mucho a las mujeres llamándolas linda. Se doblaba en dos para abrazarlas porque siempre eran más pequeñas, a veces se doblaba en cuatro y en mi caso hasta en seis, porque soy del tamaño de un perro sentado. Un día lo oí hablar del concreto: Es un material muy feo, muy deleznable. Lo mismo dijo del plástico. En cambio hizo el elogio apasionado de la madera; las largas mesas de refectorio, las vigas de los techos, la escalera, los diseños secretos que surgen en las duelas, los bosques que caminan dentro de algunas casas.

A veces los adultos no se dan cuenta de la impronta que dejan en una adolescente. Traté poco a Luis Barragán, pero me enseñó a amar las puertas que se cierran, los muros encalados, la arquitectura sólida del campo de Jalisco y la que nos ha dado el Mediterráneo, las puertas pequeñas y franciscanas que desembocan en una habitación enorme y casi vacía, el lecho destinado a un faquir o a un Torquemada.

Él hubiera preferido que lo hicieran cruz de madera. O escalera para subir al cielo.