as creencias religiosas y mágicas se hacen presentes en cada momento en los Juegos Olímpicos: muchos atletas antes de entrar en acción se persignan con discreción, otros al marcar un tanto o conquistar una meta señalan al cielo, dando crédito a Dios, sea cristiano, ser supremo o Alá. Algunos tienen cábalas en la manera de entrar al escenario de la competición; otros guardan fetiches. Sin embargo, las escenas que millones de televidentes compartimos contrastan con las medidas e impedimentos en materia religiosa que el Comité Olímpico Internacional (COI) asumió en Londres 2012, al prohibir que durante los juegos se introdujera en los estadios, sitios de entrenamiento y lugares de reunión entre los atletas cualquier impreso, libro u objeto de carácter religioso. El motivo de dichas restricciones fue que se decidió aislar el deporte de cualquier conflicto religioso o político. Se pidió a los participantes olímpicos guardar todo tipo de gestos de fe que pudieran provocar alguna reacción o represalia, dada la atmósfera de beligerancia internacional.
Contrariamente a dichas restricciones, lo sagrado se hace presente en las justas atléticas. La voleibolista egipcia se cubrió todo el cuerpo, y su hijab ha provocado muchos comentarios en las redes. A pesar de que los juegos olímpicos modernos tienen un carácter secular, no se puede soslayar la inspiración religiosa de los juegos olímpicos de la antigüedad en Grecia, que datan del 776 antes de Cristo. Como se sabe, se consagraban especialmente a Zeus y los dioses griegos que, según la mitología, habitaban en el monte Olimpo. En estos juegos se rendía tributo a los dioses, exaltando lo mejor de los seres humanos: la destreza atlética e intelectual y el trabajo en equipo. En este policentrismo religioso, los dioses con virtudes y defectos humanos podían simpatizar con aquellos héroes en las justas deportivas y consagrarlos. El historiador francés Jean-Pierre Vernant, en su libro Les origines de la pensé grecque (1962), señala el papel político y de estabilidad regional que representaban los juegos de la antigüedad. A la competencia acudían atletas y espectadores de las ciudades-estados de Grecia. Los participantes dejaban a un lado sus disputas y antagonismos para convivir con espíritu olímpico, lo que permitía la paz y el entendimiento entre las diferentes comunidades. En ese sentido el barón Pierre de Coubertin, fundador de los juegos modernos, introdujo en Francia en 1889 una doctrina de origen anglicano llamada cristianismo muscular
, una especie de disciplina que articulaba la fuerza y la espiritualidad, el esfuerzo con la oración. A partir de entonces el barón De Coubertin predicó los juegos olímpicos como una expresión de hermandad mundial, de paz entre los pueblos y de entendimiento más allá de ideologías y credos religiosos. La paz es uno de los valores olímpicos que ha atravesado la historia del siglo XX hasta la actualidad, no como ausencia de guerra o equilibrios militares tan acechantes que neutralizan ánimos bélicos. La paz como esfuerzo de armonía, como virtud de convivencia entre diversos, como proceso de construcción civilizatorio desde la no violencia.
Es evidente que los juegos olímpicos guardan algunos símbolos religiosos de la antigüedad, como el fuego de la llama olímpica. Por ello las inauguraciones olímpicas son grandes rituales de concordia y paz; ahí se percibe la comunión universal como liturgia e ideal a perseguir. La ciudad sede, ahora Río de Janeiro, se transforma como Olimpia en la capital mundial y en el lugar sagrado de peregrinaje secular, en la nueva Meca. Así, los estadios son los templos donde se gestarán glorias y dramas; ahí surgirán nuevos héroes y muchos de ellos trascenderán a la muerte biológica, porque sus virtudes rebasan la de los comunes mortales.
La diversidad de culturas y razas que conviven en las Olimpiadas es sometida por un orden olímpico superior. Las reglas del juego ordenan la complejidad, así como un código de ética deportiva superior en que se mezclan la observancia, la honradez, la cooperación y la rectitud en la competencia. La entonación de los himnos nacionales, la mimetización de los uniformes con los colores emblemáticos de las banderas nacionales, así como las ceremonias de premiación, inauguración y clausura son nuevos ritos laicos que se incorporan a toda la simbología religiosa y civil que está detrás.
La dimensión lúdica de las justas y la fuerte carga emocional de las competencias, por su simplicidad y eficacia, alcanzan las audiencias mediáticas más diversas en términos sociales, culturales y geográficos. Excitación de los sentidos; plasticidad estética, tanto de los escenarios como de los cuerpos, y la exaltación de los héroes olímpicos, que alcanzan categoría de semidioses, como en la antigua Grecia, son fórmulas de probada eficacia de rencantamiento del mundo. La exacerbación de la emoción que supere el tedio de la racionalidad mundana. No se trata sólo de afirmar que el deporte y las justas olímpicas sustituyen las formas religiosas, a pesar de que los domingos hay más gente en los estadios que en las iglesias, sino que la religión también invade la esfera y la cultura de los imaginarios del deporte. Muchos deportistas son en buena parte portadores de supersticiones, cábalas y comportamientos que exaltan el politeísmo de las masas. En el futbol, el gol es la exaltación absoluta de la liturgia: los fanáticos celebran la anotación como shock catártico que libera una masa de energía primitiva y provoca clímax. Muchos atletas, antes de entrar en acción, se recogen espiritualmente, se concentran
, invocando e impregnándose de poderosa energía que optimice su desempeño.
Toda religión como fenómeno colectivo es una religación con la trascendencia y es experimentada mediante rituales que la cohesionan grupalmente. Algunos distinguen las religiones sobrenaturales y la religión civil. Mientras la sobrenatural es la religación entre los hombres con un Dios trascendente y representa la superación de la muerte, la religión civil se sustenta en la trascendencia terrena de la historia del grupo. La religión civil es una religación con la trascendencia histórica de los pueblos, vivenciada colectivamente y fundamentada en los rituales laicos y seculares en que sostienen las ceremonias de la sociedad.